En este día ardoroso he viajado a Ibero, cerca de Pamplona. Es un pequeño pueblo situado en la confluencia de los ríos Arga y Arakil. Su mayor peculiaridad es un gran estanque de aguas termales que se encuentra a orillas del Arakil. Está elevado unos metros sobre el río y en su aliviadero se construyó el lavadero, que hoy, restaurado, es utilizado por los niños para bañarse. El estanque en algunos lugares alcanza una profundidad de dos metros y medio, y sus aguas son transparentes y azuladas. En verano apenas se aprecia que son termales. Es en el aire frío del invierno cuando se agradece remojar las manos en el torrente ligeramente vaporoso.
La luz era intensa. El paisaje no ha cambiado desde que lo conocí: en el camino hasta allí, los trigales, ya listos para ser segados, tapizan una geografía ondulante, llena de matices visuales; en el cauce del río, mermado por la sequía, aflora la roca calcinada por el fuerte sol que anuncia ya el Mediterráneo; las aguas están llenas de vida: pequeños peces, ranas croadoras y algún cagrejo que escapa velocísimo a esconderse entre los sauces y las hierbas acuáticas. Como sucede en Pamplona, en Ibero existe también un paso sobre el río, formado por piedras regularmente espaciadas unas de otras, que permiten acceder al gran molino de la otra orilla. Más allá, algunas huertas a pleno sol... y aún más allá, el monte.
Encontré un ciruelo repleto de frutos amarillos y rojos, ya maduros. Tenía sed y aunque estaban ligeramente calientes por el sol de mediodía, me aliviaron. Las sensaciones de los frutos dulces, el aire cálido cargado de aromas nuevos, y la luz, me transportaron de nuevo, como hace muchos años; como si hubiera viajado en el espacio y en el tiempo a un Mediterráneo olvidado. y Así, al igual que Séferis encontró en Chipre el paisaje perdido de su infancia, yo encontré en el Oeste de Pamplona un lugar que hacía resonar algo dentro de mí, como si hubiera nacido en él y lo hubiera olvidado. En ese momento me sumergí en la fantasía de ser un habitante de la Roma antigua, y me sentí el final de la cadena de acontecimientos que es la historia. Miles de años transcurridos y nada allí parece haber cambiado: el mismo paisaje, el mismo trigo, las mismas estaciones que permiten distinguir los años...
4 comentarios:
Perdóname, Glo, pero mientras te leía, el fantasma de Baroja que he despertado más abajo me ha estado guiñando un ojo. Yo no sé qué le pasaba a este hombre con esa zona navarra... jajaja... Si no recuerdo mal (aunque no recuerde dónde, tal vez en "Zalacain...", dice pestes de la jota navarra... ay... ay...
Pío Baroja se interesa tan obsesivamente por la historia del siglo XIX, que al final se convierte en un hombre del XIX (bueno, del peculiar resumen de ese siglo que él se hace). Y supongo que esa zona de Navarra es para él un reducto de sus "queridos" carlista-braquicéfalos, jajaja.
La verdad es que le debo mucho a Baroja. Es leerle y sentir cómo se me contagian de inmediato sus maneras, aunque esta vez lo influyente ha sido la experiencia del paisaje después de tanto tiempo encerrado sin viajar.
Curiosa y amena descripción del lugar, tanto que el lector puede hacerse una idea exacta del escenario.
Muy acertado el comentario que dejaste en mi blog.
Saludos en una tarde de fuego.
Aquí el tiempo ha pegado un cambio tremendo respecto a días atrás: el termómetro ha caído hasta hacer fresco y llueve ligeramente.
Un saludo, Nómada.
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