Por mucho calor que haga allí siempre corre una brisa agradable. Las vacas lo saben y en las tardes calurosas se ponen en lo más alto para aprovechar mejor el aire. Salimos poco después de comer y a la altura de la gasolinera entramos en una nube baja, tenue y fresca, casi fría. Paramos a pocos kilómetros para comprar un par de hogazas de pan y rellenar el depósito del limpiaparabrisas. Nos encontrábamos en un claro de la niebla. Los chopos sonaban como el murmullo de un río. En el pantano repleto un solitario hacía windsurf, lo que es práctica peligrosa pues bajo la superficie quedaron muros, tocones y antiguas particiones hechas con estacas y alambre de espino... Seguimos nuestro camino y nos adentramos en el páramo que se extiende a orillas de la enorme extensión de agua en calma. En los pastos se veían algunos caballos, pero había más reses de carne, de pelo color teja o gris. Por la carretera encontramos algún ciclista y, de vez en cuando aparecía un pueblito de casas con galería, apiñadas en torno a corrales; elementos que hablan del frío. Las imponentes iglesias, exentas, macizas, son de sillería que con los siglos se ha ido cubriendo de musgo amarillo.