
El comienzo de la mañana fue infernal. Se desató una terrible galerna de esas que rompen las cadenas de los barcos y los empujan contra las rompientes. Me sorprendió en Galdakao. No podía salir y estuve observando el golpear furioso de las cortinas de agua desde mi automóvil (me encanta esa palabra antigua), mientras los vidrios se empañaban por dentro. Me entretuve pintado monigotes en ellos con la punta de una llave.

Después del trabajo había dejado de llover y di una vuelta. Los solares vacíos rezumaban y el agua arrastraba la tierra.

Un collie, encadenado y con caseta, vigilaba en silencio la casa, acostumbrado a tantos intrusos como yo, que la miran sin apenas detenerse. Pensé que no es una raza adecuada para ese trabajo.
Las primeras flores de lis, aunque zarandeadas, seguramente agradecieron el chaparrón.

A última hora me tocó acercarme al mar. Había dejado de llover, pero seguía soplando un aire violento que silbaba en todas las esquinas y cables.
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