10.11.11

2001 UNA ODISEA ESPACIAL 1











I – NOCHE PRIMITIVA

1 - El camino de la extinción

La sequía había durado ya diez millones de años, y el reinado de los terribles saurios tiempo ha que había terminado. Aquí en el ecuador, en el continente que había de ser conocido un día como África, la batalla por la existencia había alcanzado un nuevo clímax de ferocidad, no avistándose aún al victorioso. En este terreno baldío y desecado sólo podía medrar, o aun esperar sobrevivir, lo pequeño, lo raudo o lo feroz.

Los hombres mono del «veldt» no eran nada de ello, y no estaban por ende medrando; realmente, se encontraban ya muy adelantados en el curso de la extinción racial. Una cincuentena de ellos ocupaban un grupo de cuevas que dominaban un angosto vallecito, dividido por un perezoso riachuelo alimentado por las nieves de las montañas, situadas a doscientas millas al norte. En épocas malas, el riachuelo desaparecía por completo, y la tribu vivía bajo el sombrío manto de la sed. Estaba siempre hambrienta, y ahora la apresaba la torva inanición. Al filtrarse serpenteante en la cueva el primer débil resplandor del alba, Moon-Watcher vio que su padre había muerto durante la noche. No sabía que el viejo fuese su padre, pues tal parentesco se hallaba más allá de su entendimiento, pero al contemplar el enteco cuerpo sintió un vago desasosiego que era el antecesor de la pesadumbre. Las dos criaturas estaban ya gimiendo en petición de comida, pero callaron al punto ante el refunfuño de Moon-Watcher. Una de las madres, defendió a la cría a la que no podía alimentar debidamente, respondiendo a su vez con un enojado gruñido, y a él le falto hasta la energía para asestarle un manotazo por su protesta.

Había ya suficiente claridad para salir. Moon-Watcher asió el canijo y arrugado cadáver y lo arrastró tras sí al inclinarse para atravesar la baja entrada de la cueva. Una vez fuera se echó el cadáver al hombro y se puso en pie... único animal en todo aquel mundo que podía hacerlo.

Entre los de su especie Moon-Watcher era casi un gigante. Pasaba un par de centímetros del metro y medio de estatura, y aunque pésimamente alimentado, pesaba unos cincuenta kilos. Su peludo y musculoso cuerpo estaba a mitad de camino entre el del mono y el del hombre, pero su cabeza era mucho más parecida a la del segundo que a la del primero. La frente era deprimida y presentaba protuberancias sobre la cuenca de los ojos, aunque ofrecía inconfundiblemente en sus genes la promesa de humanidad. Al tender su mirada sobre aquel hostil mundo del pleistoceno, había ya algo en ella que sobrepasaba la capacidad de cualquier mono. En sus oscuros y sumisos ojos se reflejaba una alboreante comprensión... los primeros indicios de una inteligencia que posiblemente no se realizaría aun durante años, y no podría tardar en ser extinguida para siempre.

No percibiendo señal alguna de peligro, Moon-Watcher comenzó a descender el declive casi vertical al exterior de la cueva, sólo ligeramente embarazado por su carga. Como si hubiesen estado esperando su señal, los componentes del resto de la tribu emergieron de sus hogares, dirigiéndose presurosos declive abajo en dirección a las fangosas aguas del riachuelo para su bebida mañanera. Moon-Watcher tendió su mirada a través del valle para ver si los Otros estaban a la vista, mas no había señal alguna de ellos. Quizá no habían abandonado aún sus cuevas, o estaban ya forrajeando a lo largo de la ladera del cerro. Y como no se los veía por parte alguna, Moon-Watcher los olvidó, pues era incapaz de preocuparse más que de una sola cosa cada vez.

Debía primero zafarse del viejo, pero éste era un problema que requería muy poco que pensar. Había habido muchas muertes aquella temporada, una en su propia cueva; sólo tenía que depositar el cadáver donde había dejado el de la nueva criatura en el último cuarto de luna, y las hienas se encargarían del resto. Ellas estaban ya a la espera, allá donde el pequeño valle se diluía en la sabana, como si supiesen de su llegada. Moon-Watcher depositó el cuerpo bajo un mezquino matorral todos los huesos anteriores habían desaparecido ya y se apresuró a volver a reunirse con la tribu. No volvió a pensar más en su padre. Sus dos compañeras, los adultos de las otras cuevas, y la mayoría de los jóvenes estaban forrajeando entre los árboles raquitizados por la sequía valle arriba, buscando bayas, suculentas raíces y hojas, y ocasionales brevas, así como lagartijas o roedores. Sólo los pequeños y los más débiles de los viejos permanecían en las cuevas; si quedaba algún alimento al final de la búsqueda del día, podrían nutrirse. En caso contrario, no tardarían en estar de suerte otra vez las hienas.

Pero aquel día era bueno... aunque como Moon-Watcher no conservaba un recuerdo real del pasado, no podía comparar un tiempo con otro. Había dado con una colmena en el tronco de un árbol muerto, y así había disfrutado de la mejor golosina que jamás saboreara su gente; todavía se chupaba los dedos de cuando en cuando mientras conducía el grupo al hogar, a la caída de la tarde. Desde luego, había sido víctima de un
gran número de aguijonazos, pero apenas los había notado. Se sentía ahora casi tan contento como jamás lo estuviera; pues aunque estaba aún hambriento, en realidad no se notaba débil por el hambre. Y eso era lo más a lo que podía aspirar cualquier monohumanoide. Su contento se desvaneció al alcanzar el riachuelo. Los Otros estaban allí. Cada día solían estar, pero no por ello dejaba la cosa de ser menos molesta. Había unos treinta y no podían ser distinguidos de los miembros de la propia tribu de Moon-Watcher. Al verle llegar, comenzaron a danzar, a agitar sus manos y a gritar, y los suyos replicaron de igual modo. Y eso fue todo lo que sucedió. Aunque los mono-humanoide luchaban y peleaban a menudo entre ellos era raro que sus disputas tuvieran graves consecuencias. Al no poseer garras o colmillos y estando bien protegidos por su pelo, no podían causarse mucho daño mutuo. En cualquier caso, disponían de escaso excedente de energía para tal improductiva conducta; los gruñidos y las amenazas eran un medio mucho más eficaz de mantener sus puntos de vista.

La confrontación duro aproximadamente cinco minutos; luego, la manifestación cesó tan rápidamente como había comenzado, y cada cual bebió hasta hartarse de la lodosa agua... El honor había quedado satisfecho; cada grupo había afirmado la reivindicación de su propio territorio. Y habiendo sido zanjado este importante asunto, la tribu desfiló por la ribera del riachuelo. El siguiente apacentadero que merecía la pena se hallaba ahora a más de una milla de las cuevas, y tenían que compartirlo con una manada de grandes bestias semejantes al antílope, las cuales toleraban a duras penas su presencia. Y no podían ser expulsadas de allí, pues estaban armadas con terribles dagas que sobresalían de su testuz... las armas naturales que el mono-humanoide no poseía.

Así, Moon-Watcher y sus compañeros masticaban bayas y frutas y hojas y se esforzaban por ahuyentar los tormentos del hambre... mientras en torno a ellos, compitiendo por el mismo pasto, había una fuente potencial demás alimento del que jamás podían esperar comer. Pero los miles de toneladas de suculenta carne que erraban por la sabana y a través de la maleza, no sólo estaban más allá de su alcance, sino también de su imaginación. Y, en medio de la abundancia, estaban pereciendo lentamente de inanición. Con la última claridad del día, la tribu volvió, sin incidentes, a su cueva. La hembra herida que había permanecido en ella arrulló de placer cuando Moon-Watcher le dio la rama cubierta de bayas que le había traído, y comenzó a atacarla vorazmente. Bien escaso alimento había en ella, pero le ayudaría a subsistir mientras sanaba la herida que el leopardo le había causado, y pudiera volver a forrajear por sí misma.

Sobre el valle se estaba alzando la luna llena, y de las distantes montañas soplaba un viento cortante. Haría mucho frío durante la noche... pero el frío, como el hambre, no era motivo de verdadera preocupación; formaba simplemente parte del fondo de la vida. Moon-Watcher apenas se movió cuando llegaron ecos de gritos y chillidos procedentes de una de las cuevas bajas del declive, y no necesitaba oír el ocasional gruñido del leopardo para saber exactamente lo que estaba sucediendo. Abajo, en la oscuridad, el viejo Cabello Blanco y su familia estaban luchando y muriendo, mas ni por un momento atravesó la mente de Moon-Watcher la idea de que pudiera ir a prestar ayuda de algún modo. La dura lógica de la supervivencia desechaba tales fantasías, y ninguna voz se alzó en protesta desde la ladera del cerro. Cada cueva permanecía silenciosa, para no traerse también el desastre. El tumulto se apagó, y Moon-Watcher pudo oír entonces el roce de un cuerpo al ser arrastrado sobra las rocas. Ello duró sólo unos cuantos segundos; luego, el leopardo dio buena cuenta de su presa, y no hizo más ruido al marcharse silenciosamente, llevando a su víctima sin esfuerzo entre sus poderosas mandíbulas.

Durante uno o dos días, no habría más peligro allí, pero podía haber otros enemigos afuera, aprovechándose del frío. Estando suficientemente prevenidos, los rapaces menores podían a veces ser espantados con gritos y chillidos. Moon-Watcher se arrastró fuera de la cueva, trepó a un gran canto rodado que estaba junto a la entrada, y se agazapó en él para inspeccionar el valle. De todas las criaturas que hasta entonces anduvieron por la Tierra, los monohumanoide fueron los primeros en contemplar fijamente a la Luna. Y aunque no podía
recordarlo, siendo muy joven Moon-Watcher quería a veces alcanzar, e intentar tocar, aquel fantasmagórico rostro sobre los cerros. Nunca lo había logrado, y ahora era bastante viejo para comprender porqué. En primer lugar, desde luego, debía hallar un árbol lo suficientemente alto para trepar a él. A veces contemplaba el valle, y a veces la Luna, pero durante todo el tiempo escuchaba. En una o dos ocasiones se adormeció, pero lo hizo permaneciendo alerta al punto que el más leve sonido le hubiese despabilado como movido por un resorte. A la avanzada edad de veinticinco años, se encontraba aún en posesión de todas sus facultades; de continuar su suerte, y si evitaba los accidentes, las enfermedades, las bestias de presa y la inanición, podría sobrevivir otros diez años más.

La noche siguió su curso, fría y clara, sin más alarmas, y la Luna se alzó lentamente en medio de constelaciones ecuatoriales que ningún ojo humano vería jamás. En las cuevas, entre tandas de incierto dormitar y temerosa espera, estaban naciendo las pesadillas de generaciones aún por ser. Y por dos veces atravesó lentamente el firmamento, alzándose al cenit, y descendiendo por el Este, un deslumbrante punto de luz más brillante que cualquier estrella.

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