Pasaron tantos rebaños, tantos pobres
y ricos caballeros, otros
de lejanas aldeas habían pasado
la noche en las cunetas del camino,
encendieron fogatas por los lobos,
¿ves la ceniza? Negruzcas cicatrices circulares.
Está cubierto de señales como el camino.
En el pozo seco, más arriba, tiraban a los perros
rabiosos, no tiene ojos, está cubierto
de señales y es delgado. Sopla el viento;
nada percibe y sabe todo,
vaina vacía de cigarra en un tronco hueco,
no tiene ojos, ni siquiera en las manos, conoce
la aurora y el crepúsculo, conoce las estrellas,
no se nutre de sangre ajena ni es un muerto,
no tiene abolengo, no va a morir
tal como es lo olvidarán, ni siquiera es abuelo.
Las uñas gastadas de sus dedos
van trazando cruces en los recuerdos podridos
mientras sopla revuelto el viento. Nieva.
He visto la escarcha en los rostros,
he visto los labios empapados, las lágrimas heladas
en el rabillo del ojo, he visto el rictus
de fatiga en las aletas de su nariz y el esfuerzo
en las raíces de la mano, he visto acabarse el cuerpo.
No está sola esta sombra ligada
a una vara seca inflexible,
no se inclina para echarse, no puede;
el sueño vendría a esparcer sus articulaciones
entre los niños para jugar.
Como si fuera señor de ramas muertas
que se quiebran cuando anochece y se desata
el viento en los valles,
como si fuera señor de las sombras de los hombres
no del hombre en la sombra
que sólo escucha la voz susurrante
de la tierra y del mar allí donde se funden
con la voz del destino. Se detiene en la orilla,
de pie entre amasijos de huesos
y montones de hojas secas:
jaula vacía a la espera
de la hora del fuego.
Drénovo, febrero 1937.
Yorgos Seferis/ Pedro Bádenas de la Peña
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