Nuestro destino, plomo derretido, no puede cambiar,
a nada puede llegar.
Derramaron el plomo en el agua bajo las estrellas y
¡a encender las hogueras!
Si te quedas desnuda ante el espejo a medianoche ves,
ves pasar al hombre por el fondo del espejo,
al hombre que dentro de tu destino rige tu cuerpo
entre la soledad y el silencio, al hombre
de la soledad y el silencio,
y ¡a encender las hogueras!
En el instante en que termina el día y el siguiente
aún no ha empezado,
en el instante en que el tiempo se detiene,
aquel que desde ahora y desde el principio rige tu
cuerpo
es a quien hay que hallar
es a quien hay que buscar, que al menos
algún otro encuentre cuando hayas muerto.
Son los niños quienes encienden las hogueras y gritan
ante las llamas en la noche cálida (¿Acaso no
hubo nunca hoguera que no encendiera un niño;
Heróstrato?
y quienes echan sal a las llamas para que crepiten
(De qué modo tan extraño nos miran de improviso
las casas , crisoles de los hombres, cuando un resplandor
las acaricia).
Pero eres tú quien conoce el encanto de la piedra en la roca
batida por el mar,
la tarde en que cayó la calma,
tú quien escuchó a lo lejos la voz humana en la soledad
y el silencio dentro de tu cuerpo,
aquella noche de San Juan
cuando todas las hogueras de apagaron
y tú quien meditó ante la ceniza bajo las estrellas.
Londres, julio de 1932.
Yorgos Seferis/ Pedro Bádenas de la Peña
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