¿Quién tendrá en cuenta nuestro empeño de
olvido?
Yorgos Seferis
Detén tu paso, caminante, frente al lago sereno:
la mar rizada y los barcos atormentados,
los caminos que envolvían las montañas y engendraban estrellas,
todo acaba aquí en esta dilatada superficie.
Ahora puedes contemplar en la calma los cisnes:
míralos, son inmaculados como el sueño de una noche,
sin el menor roce se deslizan sobre la tenue lámina
que apenas los alza sobre las aguas.
Se parecen a ti, forastero, las alas apacibles, las comprendes
mientras te observan petrificadas las miradas de los leones.
y la hoja del árbol no se inscribe en los cielos,
la pluma ha perforado el muro de la cárcel.
No eran otras, sin embargo, las aves que las mozas de
la aldea degollaron,
la sangre enrojecía la leche sobre el empedrado del
camino
y sus caballos silenciosos como plomo fundido
dejaban caer formas impenetrables en los pilones.
Ceñía sin cesar la noche la curva de sus cuellos
que no cantaban pues no era modo de morir,
pero sí que golpeaba a ciegas segando los huesos de los
hombres.
Las alas aventaban el espanto.
Todo sucedía en la misma calma que estás viendo:
en la misma calma porque no había un alma de más en
que pensar,
salvo la energía para trazar unos pocos trazos en las
rocas
que ahora tocaban ya el fondo del recuerdo.
Con ellos también nosotros, lejos, muy lejos, detén tu
paso, caminante,
ante el lago sereno de cisnes inmaculados
que navegan como guiñapos blancos en tu imaginación
y te despiertan vivencias que no recuerdas.
Ni siquiera recuerdas al leerlos los signos que dejamos
en las rocas.
Mientras, permaneces extasiado al lado de tu rebaño
que engrosa tu cuerpo con su lana
ahora que percibes en tus venas un grito de holocausto.
Yorgos Seferis/ Pedro Bádenas de la Peña
mientras te observan petrificadas las miradas de los leones.
y la hoja del árbol no se inscribe en los cielos,
la pluma ha perforado el muro de la cárcel.
No eran otras, sin embargo, las aves que las mozas de
la aldea degollaron,
la sangre enrojecía la leche sobre el empedrado del
camino
y sus caballos silenciosos como plomo fundido
dejaban caer formas impenetrables en los pilones.
Ceñía sin cesar la noche la curva de sus cuellos
que no cantaban pues no era modo de morir,
pero sí que golpeaba a ciegas segando los huesos de los
hombres.
Las alas aventaban el espanto.
Todo sucedía en la misma calma que estás viendo:
en la misma calma porque no había un alma de más en
que pensar,
salvo la energía para trazar unos pocos trazos en las
rocas
que ahora tocaban ya el fondo del recuerdo.
Con ellos también nosotros, lejos, muy lejos, detén tu
paso, caminante,
ante el lago sereno de cisnes inmaculados
que navegan como guiñapos blancos en tu imaginación
y te despiertan vivencias que no recuerdas.
Ni siquiera recuerdas al leerlos los signos que dejamos
en las rocas.
Mientras, permaneces extasiado al lado de tu rebaño
que engrosa tu cuerpo con su lana
ahora que percibes en tus venas un grito de holocausto.
Yorgos Seferis/ Pedro Bádenas de la Peña
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