A Henry Miller
Tout à coup Louis cessa de frotter ses jambes
l'une contre l'autre et dit d'une voix lente:
"Les anges sont blancs".
Balzac, Louis Lambert.
Como el marinero en los obenques se deslizó por el
Trópico de Cáncer y de Capricornio,
era obvio que no pudiera detenerse ante nosotros a la
altura de un hombre
pero sí que nos mirara desde la altura de la luciérnaga
o del pino
mientras cobraba aliento al relente de las estrellas
o en el polvo de la tierra.
Lo cercaban mujeres desnudas con broncíneas hojas de
nopal,
fanales apagados ondeando los sucios vendajes de la
gran ciudad,
cuerpos deformes engendrando centauros y amazonas
al rozar sus cabellos la Vía Láctea.
Y pasaron días desde el primer instante que los saludó
asomando la cabeza y apoyándola en la mesita
de hierro,
mientras la faz de Polonia mudaba de forma como la
tinta que el secante absorbe.
Viajábamos entre islas de orillas descarnadas como
extraña osamenta de un pez en la arena
y todo el cielo era una inmensa pluma de paloma con
un ritmo de silencio, vacío y blanco
y los delfines bajo el agua multicolor se ensombrecían
vertiginosamente, como los vaivenes del alma,
como los vaivenes de la fantasía y como las manos de
los hombres que a tientas se matan en el sueño
dentro de la gruesa corteza del sueño que en común intacta
nos envuelve, sepulcro común a todos,
como microscópicos cristales relucientes pulverizados
por el serpear de los reptiles.
Sin embargo, todo era blanco porque blanco es el gran
sueño y la gran muerte,
sereno y encalmado apartamiento en un silencio inmenso.
Y el cacareo de la pintada al alba y el gallo que cantó
al caer en un pozo profundo
y la fogata en la ladera del monte alzando lenguas de
azufre y hojarasca otoñal
y el barco de amuras hendidas, más delicadas que el lecho
de nuestro primer amor
eran imágenes aisladas, más aún del poema
que abandonaste al caer rendido en compañía de la última
palabra
sin averiguar nada más en los blancos globos de los ciegos
y las sábanas que
en la fiebre despliegas para tapar el cotidiano cortejo
de seres que no sangran por más que agredan con hachas
y uñas,
eran imágenes separadas, dispersas por doquier y los peldaños
de cal
descendían hasta el umbral del pasado, descubrían el
silencio y una puerta cerrada,
parecía que tus amigos llamaban a ella con todas sus
fuerzas y desesperación, tú estabas con ellos
mas nada oías y en torno tuyo saltaban delfines mudos
entre las algas.
Clavaste tu mirada nuevamente y aquel hombre de piel
curtida por los trópicos
se calaba sus gafas negras como si fuera a trabajar con
soldadura autógena
mientras con humildad decía recalcando cada palabra:
"Los ángeles son blancos, radiantes al rojo vivo, los
ojos se consumen cuando se miran de frente,
el único modo es volverse roca cuando se busca su compañía
y si se busca el milagro hay que sembrar la sangre a
los cuatro vientos
porque el milagro no está en ninguna parte: circula
por las venas del hombre."
Hidra-Atenas, noviembre, '39
Yorgos Seferis/ Pedro Bádenas de la Peña
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