Christopher Plummer y James Mason, encarnando a Sherlock Holmes y el doctor Watson, respectivamente, son de los intérpretes que han dado una vida más natural a esos dos personajes.
De vez en cuando vuelvo sobre esa obra que Arthur Conan Doyle no pudo acometer: Asesinato por decreto. Y no pudo porque en su camino interpusieron la concesión del tratamiento de sir. Algo que él reconoció no entender (no cabía esperar tanta perspicacia del doctor Watson... ¿O sí?), y que achacó a otras causas (la publicación de un libro sobre la guerra bóer). Pero con un poco de perspectiva bien puede entenderse como una disuasión para que Sherlock Holmes se ocupara de asuntos de Estado. Al menos así parecieron entenderlo los autores de la película que nos ocupa, que ya en una época menos ingenua y más relajada, no encontraron ningún obstáculo en realizar. Y es que era escandaloso, por ir contra la lógica más elemental (querido Watson), que el famoso detective se dedicara exclusivamente a ciertos malvados, de motivaciones un tanto peregrinas, y no a otros criminales que operan amparados por la ley.
Pero, en definitiva, la película nos deja en la misma vía muerta en la que nos dejó Doyle, porque fue rodada gracias a que el poder al que podía amenazar ya no existía. Pero los crímenes han continuado llevados a cabo por otras manos, y con otras causas y otros fines. Así, sin necesidad de irse muy lejos en el espacio y en el tiempo, los autores intelectuales del atentado del 11-M, que sirvió a modo de golpe de estado, nunca fueron llevados ante los tribunales; ni tampoco pasarán por los tribunales quienes pagaban las armas de ETA. Sherlock Holmes siempre llegará tarde y, en definitiva, tuvo éxito como consuelo de quienes creemos llegar a ser conscientes de los sucesos gracias a la clarividencia y la honestidad de un ser omnisciente capaz de comprenderlos. Y nada más (como precisamente sucede en esta cinta). Sherlock Holmes nos consuela con la exposición de sus conclusiones, pero no se hace justicia. Fin del recorrido del personaje.
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