Yo fui un niño que vivió encerrado en su casa porque fuera llovían relumbrantes chapitas de acero y la calle estaba sumida en rojizas nubes de polvo de acero. Es posible que los niños de nuestro barrio muramos de enfermedades contraídas por exposición a esos contaminantes. Nuestras madres nos aislaban, además, para protegernos de una sociedad entregada al consumo de heroína, cuyas principales víctimas, entonces no reconocidas como enfermos, se dedicaban a recorrer la ciudad en busca de dinero para una dosis robándoselo a las víctimas secundarias que éramos los niños. En mis paseos infantiles me adentraba en las escombreras y en las acerías de chatarra, donde ningún obstáculo me impedía llegar a las barras incandescentes. Las noches estaban iluminadas por decenas de antorchas, que ardían denunciando que, antes, esos gases eran emitidos sin quemar. Solamente hace unos años es que volvieron las gaviotas.
Partiendo de esa realidad, asistir al estreno de Stalker, de Andrei Tarkovsky, supuso para mí un impacto; sentirme reflejado, finalmente, en una obra que hacía poesía de un infierno idéntico al mío. Después me enteré de que el director y uno de los actores (Anatoly Solonitsyn), murieron de cáncer de pulmón debido a una reacción alérgica al inhalar los contaminantes de un río fuertemente polucionado junto al que rodaron algunas escenas (un río de Estonia). Esa era la realidad de la Unión Soviética... y también la de España, doy fe.
Dos fotografías del actor protagonista, Alexander Kaidanovsky:

No hay comentarios:
Publicar un comentario