28.8.23

VII. DE UN VIENTO QUE ENTRO UNA NOCHE EN EL CUARTO DE ALFANHUI Y LAS VISIONES QUE ESTE TUVO

Una noche de lluvia descendió sobre el jardín un viento remoto. Alfanhuí tenía la ventana abierta y el viento se puso a agitar la llama de su lámpara. Se estremecieron, en las paredes, las sombras de los pájaros. Se movieron primero, indecisa y vagamente, como en un despertar inesperado. Alfanhuí vio desde su cama el agitarse de aquellas sombras en las paredes y el techo, que se quebraban en las esquinas y se cruzaban las unas con las otras. Le pareció que su cuartito se agrandaba y se agrandaba hasta hacerse un inmenso salón. Las sombras de los pájaros se agrandaban también y se multiplicaban al agitarse de la llama pequeña de su lámpara de aceite. El viento entraba cada vez más lleno por la ventana y traía como una música de ríos y de bosques olvidados. Al compás de la música, la llama hacía danzar las sombras de los pájaros. Como fantasmas o marionetas de pájaros, pusiéronse a danzar las danzas arcanas, las danzas primitivas de su especie, dibujando sobre el techo del salón una rueda grandiosa de alas y de picos. Una rueda cambiante, luminosa y ligera que giraba y giraba y hacía volver a las muertas sombras los viejos colores de las aves. En el medio danzaba la garza de ojos chinescos y movía su pico con un ritmo altivo, marcando el compás de la danza a todos los pájaros, y el viento parecía arrojar ráfagas de lluvia contra sus ojos. Ya los pájaros disecados habían desaparecido de su pedestal, como si la lluvia les hubiera devuelto la vida, y se habían volado a sus sombras, que danzaban en el techo del salón. Rompióse la bruma del silencio y la soledad y despertaron visiones olvidadas, al encontrarse la música del viento y de la lluvia con los muertos colores de los pájaros. Pareció abrirse, en medio de la rueda de pájaros, un redondel en el techo a donde retornaban todos los colores primitivos. Los mil verdes de las selvas, el blanco de las cataratas; y, de la tierra de las zancudas, el rosa y ceniza de las marismas, con un sol rojo a flor de agua, temblando en la superficie limosa y sanguinolenta. Al pie de los morados y amarillos cañaverales, brillaba el limo negro de las orillas, tapizadas de pequeñas raíces serpenteantes, entre mil huellas de pájaros distintos. Volvían las blancas salinas de los estuarios, y los pájaros salineros que bucean con su largo pico en los fangales. Y el sol marino de las gaviotas y de los albatros, batiendo sobre un yermo de arena y caracolas. Volvía el azul de las ciudades de la tierra y las golondrinas enhebrando los arcos de las torres, cosiendo con los hilos de su vuelo, espadaña con espadaña. El viento abrió también un libro de plantas disecadas y se puso a pasar sus hojas. Las flores se mojaban y revivían, trepando por las paredes del salón, invadiéndolo todo, formando una espesa enramada, florida y llena de nidos de donde salían también pájaros que volaban hacia el redondel luminoso del techo. Alfanhuí no hubiera sabido decir si en sus ojos había una tenebrosa soledad y en sus oídos un insondable silencio, porque aquella música y aquellos colores venían de la otra parte, de donde no viene nunca el conocimiento de las cosas; traspuesto el primer día, por detrás del último muro de la memoria, donde nace la otra memoria: la inmensa memoria de las cosas desconocidas. Danzaban y danzaban las aves, las primitivas danzas de su especie y volvía el entrecruzarse de las bandadas hacia los ríos sagrados. Al Eufrates, al Nilo, al Ganges, a los ríos de China con sus nombres de colores. Retornaba toda la emigrante y multicolor geografía de los pájaros, la luz de las tierras antiguas. Luego desapareció el círculo luminoso de las visiones y volvió a las paredes la danza de las sombras, oscura y agitada esta vez, como una danza bruja, a los sordos golpes de un turbio tambor; como una danza de rígidos fantasmas de largas y desgarbadas patas. Más aprisa, cada vez más aprisa, y el salón se iba cerrando y se empequeñecía de nuevo hacia la frente de Alfanhuí. La danza y las sombras se hacían pequeñas, pequeñas, en torno de la llama de la lámpara. Volvían las sombras, como grises mariposas, a quemar su polvillo en la llama. Era el polvo que el viento había levantado de las plumas secas de las aves, y sus motitas infinitesimales se ponían un momento incandescentes y repetían, al quemarse, cada color, vivo y lejano de las visiones, para perderse de nuevo en la luz simple y pequeña de la lámpara. Todo volvía a recogerse en sí. El viento había cesado. Las sombras morían de nuevo, quietas, en las grises paredes; los pájaros morían en el brillo vacío de sus ojos de cristal y el último aceite subía a la llama, extenuado, ahogándose por los hilos de la torcida. La llama menguaba chisporroteando en las últimas motas de polvo, y pronto quedó hecha una pavesa humeante que apenas brillaba ya, tan sólo en el latón dorado de la lámpara. Quedó en el aire el olor mortecino y oscuro del aceite requemado y todo se apagó. Había ahora un silencio ligero como para una voz clara y solitaria, una canción de alborada o unos pasos de cazadores.


(Capítulo de Industrias y andanzas de Alfanhuí, de Rafael Sánchez Ferlosio)

No hay comentarios: