Recuerdo la fotografía de un hombre que murió solo y fue descubierto entre sus propias heces y meados. Los mexicanos mostraban casos como ese en publicaciones crueles pero verdaderas como La Policíaca. Llegar a la muerte fue un proceso horrible para aquel hombre, pero también una liberación, aunque no para él, sino para los que fuimos espectadores de aquello a través de una fotografía. La muerte no libera a quien muere, sino a quien queda.
La mezquindad de quienes ostentan en Poder, dispuestos a lo que haga falta para seguir viviendo con privilegios es para mí las heces y los meados en que nos rebozamos sobre nuestro lecho antes de morir sin esperanza.
Comprendo perfectamente que Miguel Unamuno Jugo quedara atrapado en la imaginación de la existencia eterna del alma de su infancia católica flotando en la negrura de la ausencia de Dios: la angustia de imaginarse eternamente consciente de la nada que lo atormentó hasta su final. Pero esa no es la muerte, sino parte del proceso de irse muriendo. Morirse es el frío del meado sobre el cuerpo y el hedor de nuestras propias heces.
Hace tiempo que el aire, antes transparente, se ha vuelto opaco, y la luz no me alumbra ni a mí ni las cosas. También esto es irse pudriendo como se agusanó en vida Felipe II.
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