Mis primeros contactos con Madrid fueron literarios, de la mano de Sánchez Ferlosio: El Jarama y Alfanhuí, que son dos obras complementarias, oníricas: una hiperrealista, y la otra, de una fantasía imposible.
Después viví en Canal, Vallecas, y una corrala de La Latina. Pero no llegué a integrarme.
Para describir aquella realidad hice uso del ritmo narrativo de Pío Baroja Nessi. Pero hace mucho que la literatura en castellano parece haber muerto, siendo que yo no debí alimentarme de Camilo José Cela Trulock, ni de Miguel Delibes Setién, que fueron sus estertores, tan pegados como estaban a la realidad de la posguerra. Tenía que haberme dado cuenta de que la realidad es ese caminante no hay camino, se hace camino al andar, que de tan manido ya no sé ni de quién es.
Vicente Aleixandre llegó ya muy tarde. No comprendí que no acometiera su homosexualidad, mucho más difícil de comprender para la sociedad hispánica que su literatura.
Y sin embargo, Miguel Unamuno Jugo llegó, finalmente, después de todo, para explicarme el porqué del final de todo lo español, que yo me había empeñado en buscar en su lecho de muerte.
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