Los rascacielos de Nueva York no conocerán jamás
el rocío que cae en Kifisiá
pero las dos chimeneas que me gustaban en el extranjero,
detrás de los credros, vuelven otra vez
cuando veo los dos cipreses asomar por encima de la
iglesia que tú sabes
y que tiene pintados unos condenados tostándose en el
fuego y en el hollín.
Durante todo marzo el reúma machacó tu gentil figura
y en verano tuviste que ir a Edipsós.
Cómo pelea, dioses, la vida por seguir adelante, como
un río crecido por el ojo de una aguja.
Hasta de noche cerrada sigue el calor, las estrellas
despiden mosquitos, bebo ácidas gaseosas y
sigo con sed;
luna y cine, fantasmas y un viejo fondeadero agobiante.
Verina, la vida nos volvió yermos, también los cielos
del Ática y los intelectuales que trepan por
su propia cabeza
y los paisajes que terminaron por adoptar extrañas poses
a causa del hambre y la sequía,
como los jóvenes que con toda su alma se han empeñado
en llevar monóculo,
como esas muchachas, girasoles que entornan su corola
por semejarse a lirios.
Discurren despacio mis días; mis propios días transcurren
entre relojes y llevan a remolque el minutero.
Recuerda cuando esquivamos jadeantes las callejas
para que no nos destriparan los faros de los
coches.
Pensar en el mundo de fuera nos cercaba y aprisionaba
como una red
y huíamos con un cuchillo escondido dentro de nosotros
mientras decías "Harmodio y Aristogitón".
Inclina la cabeza para verte, mas aunque te viera buscaría
contemplarte más allá.
¿Qué vale un hombre, qué quiere y cómo va a justificar
su existencia el día del Juicio Final?
¡Ay! si me hallara a toda vela en el océano Pacífico
a solas con la mar y con el viento
solo y sin radio ni fuerza pata luchar contra los
elementos.
Cokinarás, 5 de agosto de 1928.
Yorgos Seferis/ Pedro Bádenas de la Peña
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