Dame tus manos, dame tus manos, dame tus manos.
He visto en la noche
la cima afilada del monte,
he visto a lo lejos la llanura inundada
con la luz de una luna invisible,
al volver la cabeza he visto
el cúmulo de piedras negras
y tensa mi vida como una cuerda,
principio y fin
el instante supremo;
mis manos.
Quien levanta peñascos se hunde:
estas piedras las levanté cuanto pude
estas piedras las amé cuanto pude
estas piedras, mi destino.
Herido por mi propio suelo
torturado por mi propia camisa
condenado por mis propios dioses,
estas piedras.
Yo sé que ellas no saben, pero yo
que tantas veces he seguido
el camino del destino a la víctima,
de la víctima al castigo
y del castigo a otro crimen,
palpando
la inextinguible púrpura
en aquella tarde del regreso,
mientras comenzaron las venerables a soplar
sobre la yerba rala,
pude ver entrelazadas a las serpientes y las víboras,
enredadas en la mala estirpe,
nuestro destino.
Voces salidas de la piedra, del sueño
más profundas aquí donde el mundo entenebrece,
memoria del esfuerzo arraigado en el ritmo
que hirió la tierra con pies
borrados por el olvido.
Cuerpos hundidos en las raíces
de otro tiempo, desnudas. Ojos
clavados, clavados en un punto
imposible de discernir aunque se quiera:
el alma
que lucha por ser tu alma.
Ni siquiera es ya tuyo el silencio
aquí donde se detuvieron las ruedas de molino.
Octubre 1935.
Yorgos Seferis/ Pedro Bádenas de la Peña
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