Una de las incoherencias que más me inquietaban de la ciencia ficción (o política-ficción), era la que planteaba aquel viejo teletransportador que eludía elegantemente uno de los "temas" de la arquitectura y el habitar los objetos en general: la puerta.
Uno desaparecía en un lugar, y aparecía en otro. Pero si no estaba echando la siesta mientras la tele mugía, y mantenía los sentidos medianamente despiertos, de inmediato surgía la intuición, relacionada con la supervivencia, de que algo no iba bien en todo aquel tinglado.
Es bien sencillo: yo desaparezco en origen porque soy desintegrado, pero es difícil creer (esperar tal generosidad de los congéneres) que exactamente las mismas partículas que me componen sean enviadas y recompuestas en el mismo orden en destino. Más bien cabe esperar que lo que aparece sea una "copia" creada con partículas "locales". Llega uno, así, a la muy desagradable conclusión de que desaparece (muere) y una copia exacta de sí mismo le sustituye. Esa copia puede tener mi conciencia y el recuerdo de haber sido yo, pero no soy yo. Yo quedé en el camino.
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