En la costa cantábrica hay una tradición, una sabiduría, que movió a la gente a eludir el lado este de las desembocaduras y playas, y a concentrarse en su lado oeste, al abrigo de los montes. El lado este quedaba desierto, o para los cementerios, o para las viviendas de la gente más pobre, o para las prisiones (penales), o para los cuarteles de la Guardia Civil, institucion militar siempre maltratada por el Estado.
Pero la llegada del turismo veraniego modificó esa tradición, y ahora hay edificios en el lado inhóspito, en el lado de las tormentas. Y tras los turistas llegaron los desprevenidos, cautivados por el engaño de las vistas.
La violencia de los elementos levanta las tejas, descuelga la ropa, barre la gente de las calles; los rociones de agua cargada de sal corroe los metales, destruye las piedras; y en los interiores el moho se apodera de los rincones, de los muebles, y deja inservible la ropa.
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