Mi cultura española tiene, como uno de sus temas fundamentales, el de ser heredera de la cultura griega clásica. "El castellano tiene un padre, que es el latín, y una madre, que es el griego", nos decían en la formación académica, algo que repetían autores como Jorge Luis Borges en El Aleph (libro compendio de las fuentes de la hispanidad).
Se nos inculcó, por tanto, una Grecia aislada histórica y geográficamente. Un mito cultural que dificulta la comprensión de su realidad.
El aislamiento histórico prescinde de los acontecimientos intermedios (denominándolos Edad media), como si carecieran de peso en la transmisión (aunque sí se atienda el período helenístico (más centrado en la figura de Alejandro Magno), el dominio romano, Bizancio, el Islam...).
Pero el aislamiento geográfico es el más notorio, llegando hasta a desvincular esa realidad de las circundantes. Nunca he leído del establecimiento del necesario vínculo entre la lengua griega y las eslavas (entre el alfabeto griego y el cirílico, nacido en Bulgaria), o entre la lengua griega y la turca.
Y la descomposición del imperio otomano y la consolidación del mito de la unidad griega vino a reforzar ese aislamiento imposible.
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