Al pintor Diamandís
Una lechucita estaba siempre allí,
encaramada a la aguja de San Mamas,
entregada ciegamente a la miel del sol,
aquí y allá, ahora, antes:
con ese ritmo danzaba el otoño.
Los ángeles abrían el telón del cielo
y alguien inmóvil como una estatua
con las cejas enarcadas miraba distraído
a una esquina del tejado.
Llegó entonces el monje: bonete, hábito, cinto de cuero
y empezó a decorar la calabaza.
Comenzó por el cuello: palmeras, escamas, anillos.
Fue poniendo al mal labrador, al cambista sin escrúpulos,
el pérfido molinero, al murmurador.
Puso también a la madre que aborrece de sus hijos y a la
monja renegada
y en un rincón, casi escondido, al gusano vigilante.
Todo eso era un bonito paseo divertido.
Sin embargo, la noria de madera -la rueca-
dormida a la sombra de un nogal,
medio en tierra, medio en el agua,
¿por qué has intentado despertarla?
Ya has visto cómo ha gemido. ¿Y a aquel clamor
arrancado a los viejos nervios de la madera
por qué lo llamaste voz de la patria?
Yorgos Seferis/ Pedro Bádenas de la Peña
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