17.3.14

UNA PALABRA SOBRE EL VERANO, DE ESBOZOS PARA UN VERANO, DE SEFERIS

UNA PALABRA SOBRE EL VERANO

Hemos vuelto al otoño. El verano
como un cuaderno que nos cansamos de escribir
queda lleno de tachones, de trazos abstractos
en el margen, de interrogantes.
Hemos vuelto a la estación de los ojos que miran
al espejo a la luz de una bombilla,
labios apretados, gentes extrañas
en las alcobas, en las calles bajo los turbintos
mientras los faros de los coches atropellan
millares de máscaras pálidas.
Hemos vuelto. Siempre salimos para volver
a la soledad con un puñado de tierra en las manos vacías.

Sin embargo, una vez sentí cariño por la Avenida Singrú,
el doble tráfago de la gran calle
que prodigiosamente nos dejaba en el mar
perpetuo, para lavar nuestros pecados.
He sentido cariño por gentes desconocidas
que me encontraba de repente al despuntar el día,
hablando solas como capitanes de una flota hundida,
una prueba de lo grande que es el mundo.

Sin embargo, sentí cariño por estas calles, por estas
     columnas
aunque nací en la otra orilla, junto a 
juncos y cañas,
islas que tenían agua en la arena para saciar la sed
del remero, aun cuando nací junto al
mar que enredo y desenredo entre mis dedos
cuando estoy cansado - no sé ya dónde he nacido.

Queda aún el destello amarillo del verano
y tus manos rozando medusas en el agua,
tus ojos abiertos de improviso, los primeros
ojos del mundo, y las grutas marinas,
los pies descalzos en la arena roja.
Queda aún el rubio efebo de mármol del verano,
un poco de sal reseca en el hueco de una roca
unas pocas acículas de pino después del aguacero,
rojizas y dispersas como despojos de una red.

No entiendo esos rostros, no los entiendo
imitan a veces a la muerte y de nuevo brillan
luego con una vida rastrera de luciérnaga,
con un esfuerzo limitado, sin esperanza,
ahogado entre dos arrugas,
entre un par de veladores sucios de café,
se matan entre sí, empequeñecen,
se pegan como sellos a los cristales,
rostros de otra tribu.

Juntos hemos paseado, compartiendo el pan y el sueño,
hemos probado la misma amargura de la ausencia,
construido con las piedras que pudimos nuestras casas,
nos hemos embarcado, emigrado y hemos vuelto,
hemos encontrado a nuestras mujeres esperando,
apenas pudieron reconocernos y nadie nos conoce.
Los compañeros se mudaron en estatuas, se mudaron
en desnudas sillas vacías del otoño, los compañeros
han matado sus propios rostros: no los entiendo.

Queda aún el desierto amarillo del verano,
oleaje de arena en fuga hasta el último confín,
una cadencia de tambor implacable sin fin,
ojos abrasados hundiéndose en el sol,
manos que con gestos de pájaros dejan trazos en el cielo,
que saludan filas de muertos en posición de firmes,
perdidas en un punto que no distingo y me domina:
tus manos rozando la ola de la libertad.

Otoño de 1936.


Yorgos Seferis/ Pedro Bádenas de la Peña

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