13.5.14

ÉNGOMI, DE DIARIO DE A BORDO III, DE SEFERIS

ÉNGOMI

Amplia era y vasta la llanura: de lejos se apreciaba
el trasiego de manos excavando.
Nutridas volutas de nubes en el cielo, de vez en cuando,
una trompeta rosa y dorada: el crepúsculo.
por la yerba rala y los espinos se esparcen
tenues hálitos de las últimas lluvias; había llovido
más allá de las cumbres que se teñían de color.

Me encaminé hacia las gentes que trabajaban,
hombres y mujeres con picos por las zanjas.
Era una ciudad antigua: sacaban a la luz
murallas, calles y casas como músculos minerales de
     Cíclopes,
anatomía de un vigor consumido bajo la mirada
del arqueólogo, del anestesista, o del cirujano.
Fantasmas y paños, sensualidad y labios, consumidos
y los cortinajes del dolor descorridos de par en par
dejando ver desnuda e impasible la tumba.
Levanté la vista hacia las gentes que trabajaban,
hacia los hombros tensos y los brazos que picaban
con un ritmo grave y rápido aquel silencio de muerte
como si pasara entre las ruinas la rueda del destino.

De pronto yo caminaba y no caminaba
miraba los pájaros volar y eran de piedra
miraba el aire del cielo y era opaco
miraba los cuerpos bregar y estaban quietos
y enmedio de todos ellos ganaba la luz una figura.
Los negros cabellos se derramaban por su cuello, las cejas
poseían el aleteo de la golondrina, voluptuosa
sobre sus labios la nariz y el cuerpo
surgía desnudo de la brega
con los senos inmaduros de una virgen,
una danza sin movimiento.
 
Bajé la mirada hacia mi entorno:
muchachas amasando y la masa no tocaban
mujeres hilando y los husos no giraban
corderos abrevando y su lengua detenida
sobre las aguas verdes que parecían dormidas
y el pastor quieto con su cayado en suspenso.
Volví a mirar aquel cuerpo que emergía;
muchos se habían apiñado, como hormigas,
con palos la daban sin herirla.
Su vientre brillaba ahora como la luna
y hubiera creído que el cielo era la matriz
que la engendró y volvía a recobrarla: madre y criatura.
Sus pies eran aún de mármol
y se desvanecieron: una asunción.
El mundo
volvió a ser como era, nuestro,
hecho de tiempo y de tierra.
Aromas de lentisco
empezaron a surgir de las viejas vertientes del recuerdo,
de pronto, todo aridez en la extensión de la llanura,
en la desolación de la piedra, en el vigor devorado,
en el lugar vacío con yerba rala y espinos
donde indolente se deslizaba una serpiente,
donde gastan mucho tiempo para morir.


Yorgos Seferis/ Pedro Bádenas de la Peña

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