Una vez al mes, cada tres semanas
mensajeros que vienen, mensajeros que van.
Qué orden los envía nadie la conoce;
ni los viejos de huesos de cigüeña
ni las muchachas de cejas de golondrina
ni tampoco los montes áridos de Galacia.
Vienen de Oriente y vienen de Occidente,
del Norte y del Sur, rosa de los vientos.
Sueltan sus caballos y corren a emborracharse
y a trompicones salen de las tabernas
disparatando indecencias, locos y alucinados.
Dice uno que Augusto tiene por escamas fortalezas,
otro busca vírgenes que languidecieron en las grutas
y uno corto de entendederas, al rey de Asitauanda
que por padre tuvo al cierzo y por madre a la borrasca
y que ahora está sin voz como un río seco.
Pero el monje Eustacio, agotado de caminar
que una vez fuera espatario, espatario y verdugo,
reposa en una fuente, agua lazarillo de ciegos,
contempla el crepúsculo, dice y cuenta:
"A este mundo terreno Cristo, Señor mío me has mandado
y entero sin escatimar nada lo he recorrido;
ahora imploro tu gracia, guardián celoso del pecado;
la semilla de muerte que he sembrado, otros la cosechen
y haz que de mi tumba te florezca
el clavel de mi llanto y a tu lado yo vaya".
5-VIII-1949.
Yorgos Seferis/ Pedro Bádenas de la Peña
2 comentarios:
La frase del monje me recuerda un poco al misticismo de santa Teresa de Jesús.
Un abrazo.
Esa tan católica proximidad a la divinidad...
Publicar un comentario