4.5.18

BELLO PRÓLOGO DE JULIÁN MARÍAS: REFLEXIÓN SOBRE UN LIBRO PROPIO (PRÓLOGO A LA TRADUCCIÓN INGLESA)

"REFLEXIÓN SOBRE UN LIBRO PROPIO
(Prólogo a la traducción inglesa)

Vuelvo los ojos sobre este libro de título genérico, Historia de la Filosofía, a los veinticuatro años de haberlo terminado de escribir, ahora que va a aparecer, vertido al inglés, en Nueva York, como se mira a un hijo ya crecido que va a emprender un largo viaje. Es el primero de mis libros; ha sido también el de mejor fortuna editorial: desde que se publicó por primera vez en Madrid, en enero de 1941, ha tenido veinte ediciones españolas; es el libro en que han estudiado la historia de la filosofía numerosas promociones de españoles e hispanoamericanos; en 1963 fue traducido al portugués; ahora se asoma al mundo de lengua inglesa. ¿No es extraño que un libro español de filosofía haya tenido tanta suerte? ¿Cómo, a pesar del enorme prestigio que entonces tenía en España e Hispanoamérica la filosofía alemana, pudo este libro de un desconocido español de veintiséis años desplazar casi enteramente las obras alemanas que habían dominado el mercado y las Universidades de lengua española? Y ¿cómo fue posible esto tratándose de un libro que invocaba desde su primera página la tradición intelectual de 1931 a 1936, la que se acababa de proscribir y condenar al ostracismo y al olvido? Quizá ello pueda explicarse acudiendo a las raíces de esta Historia de la Filosofía. Yo había estudiado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid de 1931 a 1936. El esplendor que las enseñanzas de esa Facultad habían alcanzado era tan superior a todo lo anterior y además duró tan poco, que hoy apenas parece creíble. La sección de Filosofía, sobre todo, había adquirido una brillantez y un rigor antes y después desconocidos en España. La inspiraba y animaba uno de los más grandes creadores de la filosofía en nuestro tiempo, que a la vez era un maestro excepcional: Ortega. Para él la filosofía era asunto personal; era su propia vida. 
 
Los estudiantes de Madrid asistían entonces al espectáculo fascinador e improbable de una filosofía haciéndose ante ellos. Eran aquellos años los últimos de una de las etapas más brillantes y fecundas del pensamiento europeo, entre Husserl y Heidegger, de Dilthey a Scheler, de Bergson a Unamuno. Se sentía que la filosofía estaba descubriendo nuevas posibilidades, que era un tiempo germinal. (Creo que era efectivamente así, y que el que su horizonte parezca hoy menos prometedor no se debe a que esas posibilidades no fueran reales y no sigan estando ahí, sino a ciertos desmayos, perezas y malas pasiones que acaso acometen al hombre en algunas épocas.) Había un ambiente auroral en la Facultad de Filosofía de Madrid, corroborado por la evidencia de estar viendo levantarse, como un galeón en un astillero, una nueva filosofía de gran porte.
 
La imagen del astillero no es inadecuada, porque aquella Facultad empezaba a ser una escuela. Con Ortega, enseñaban en ella Manuel García Morente, Xavier Zubiri, José Gaos, discípulos suyos todos, y cada uno de todos los demás más viejos, cooperadores entonces en la misma empresa común. Se podía pensar, sin extremar demasiado la esperanza, que acaso un día el meridiano principal de la filosofía europea pasaría, por primera vez en la historia, por Madrid. La Facultad de Filosofía estaba persuadida de que la filosofía es inseparable de su historia; de que consiste por lo pronto en eso que han hecho los filósofos del pasado y que llega hasta hoy; en otros términos, de que la filosofía es histórica y la historia de la filosofía es filosofía estricta: la interpretación creadora del pasado filosófico desde una filosofía plenamente actual. Por eso se volvía hacia los clásicos del pensamiento occidental sin distinción de épocas: griegos, medievales, modernos, desde los presocráticos hasta los contemporáneos eran leídos —casi siempre en sus lenguas originales—, estudiados, comentados; todo ello sin huella de «nacionalismo» ni «provincianismo»; España, que había permanecido aislada de Europa en muchas dimensiones —aunque no tanto como a veces se piensa— entre 1650 y 1900, había llegado a ser uno de los países en que se tenía una visión menos parcial del horizonte efectivo de la cultura; y el pensamiento español —filosóficamente muy modesto hasta el presente— no recibía ningún trato privilegiado. En todos los cursos se estudiaba a los clásicos. No solo Zubiri, en su curso de Historia de la Filosofía, nos introducía en los presocráticos y en Aristóteles, en San Agustín y Ockam, en Hegel y Schelling y Schleiermacher, en Leibniz y en los estoicos; Morente, en su cátedra de Ética, exponía la de Aristóteles, la de Spinoza, la de Kant, la de Mill, la de Brentano; los cursos de Lógica y Estética de Gaos nos llevaban a Platón, a Husserl; Ortega, desde su cátedra de Metafísica, comentaba a Descartes, a Dilthey, a Bergson, a los sociólogos franceses, ingleses y alemanes. Este era el ambiente en que me formé, estos eran los supuestos de mi visión de la filosofía; estas eran, en suma, las raíces intelectuales de este libro. Pero creo que no bastan a explicar, primero, que yo hiciera lo que ni mis maestros ni mis compañeros de Universidad han hecho: escribir una Historia de la Filosofía; y segundo, que se convirtiera en el libro donde durante un cuarto de siglo se han iniciado en esta disciplina las gentes de lengua española. Para explicar esto hay que recordar lo que podríamos llamar las raíces personales que lo hicieron posible.

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En aquella Facultad admirable se daban penetrantes, iluminadores cursos monográficos sobre temas concretos, pero no había ningún curso general de Historia de la Filosofía, lo que se llama en inglés survey, ni siquiera se estudiaba en su conjunto una gran época. Y había que pasar un examen —se llamaba entonces «examen intermedio·»—, común a todos los estudiantes, de cualquier especialización, en que se interrogaba sobre la totalidad de la historia de la filosofía y sus grandes temas. No hay que decir que este examen preocupaba a todos, en particular a los que solo habían recibido cursos de introducción a la filosofía y se veían obligados a prepararlo con extensos y difíciles libros, casi siempre extranjeros y no siempre muy claros.

Un grupo de muchachas estudiantes, de dieciocho a veinte años, compañeras mías, amigas muy próximas, me pidieron que les ayudara a preparar ese examen. Era en octubre de 1933; tenía yo diecinueve años y estaba en el tercero de mis estudios universitarios —era lo que se llama en los Estados Unidos un «júnior»—; pero había seguido los cursos de mis maestros y había leído vorazmente no pocos libros de filosofía. Se organizó un curso privadísimo, en alguna de las aulas de la Residencia de Señoritas, que dirigía María de Maeztu. La clase se reunía cuando podíamos, con frecuencia los domingos, dos o tres horas por la mañana. Las muchachas tuvieron considerable éxito en los exámenes, con no poca sorpresa de los profesores; al año siguiente, algunas más, que tenían pendiente el mismo examen, me pidieron que volviera a organizar el curso; las más interesaeran, sin embargo, las que ya lo habían aprobado y querían seguir asistiendo a aquellas clases de filosofía. Al acabar los dos cursos, quisieron expresarme su gratitud con un regalo: Sein und Zeit de Heidegger y la Ethik de Nicolai Hartmann en 1934; dos volúmenes de Gesammelte Schriften de Dilthey en 1925. Conservo los cuatro libros, con sus firmas; conservo también un recuerdo imborrable de aquellos cursos, y una gratitud que aquellas muchachas no podían ni sospechar; guardo también la amistad de casi todas ellas. Al año siguiente, durante el curso 1935-36, María de Maeztu me encargó formalmente un curso de filosofía para las residentes; he aquí cómo me vi, en mis tres años de undergraduate —me licencié en Filosofía en junio de 1936, un mes antes de la guerra civil—, convertido en profesor universitario.
 
Aquellos cursos de filosofía eran únicos en muchos sentidos, pero sobre todo en uno: mis estudiantes eran mis compañeras de Universidad, mis amigas, muchachas de mi edad; esto quiere decir que no me tenían ningún respeto. Esta experiencia de lo que podríamos llamar «docencia irrespetuosa» no ha tenido precio para mí. Estas chicas no aceptaban nada in verba magistri; el argumento de autoridad no existía para ellas. En la Facultad dominaba una estimación ilimitada de la claridad y la inteligibilidad. Ortega solía decir con frecuencia los versos de Goethe:
 
«Ich bekenné mich zu dem Geschlecht, das aus dem Dunkel ins Helle strebt.» que traducía: Yo me confieso del linaje de esos que de lo oscuro hacia lo claro aspiran. Y repetía una vez y otra que «la cortesía del filósofo es la claridad». No existía ninguna complacencia en lo que Ortega mismo había llamado una vez «la lujuria de la mental oscuridad». Quiero decir con esto que mis alumnos pretendían entender todo lo que yo les enseñaba, y que era nada menos que la totalidad de la historia de la filosofía de Occidente; me pedían que lo aclarara todo, lo justificara todo; que mostrara por qué cada filósofo pensaba lo que pensaba, y que ello era coherente, y si no lo era, por qué. Pero esto significa que yo tenía que entenderlo, si no previamente, sí a lo largo de la clase. Nunca he tenido que esforzarme tanto, ni con tanto fruto, como ante aquel auditorio de catorce o dieciséis muchachas florecientes, risueñas, a veces burlonas, de mente tan fresca como la piel, aficionadas a discutir, con afán de ver claro, inexorables. 
 
Nadie, ni siquiera mis maestros, me ha enseñado tanta filosofía. En rigor, debería compartir con ellas los derechos de autor o royalties de mis libros.
 
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A decir verdad, los comparto con una de ellas. Al acabar la guerra civil, en 1939, las posibilidades abiertas a un hombre como yo, que había permanecido y estaba decidido a seguir fiel al espíritu de aquella Universidad y a lo que en la vida nacional representaba, eran extremadamente angostas y problemáticas. No había ni que pensar en la docencia en las Universidades españolas, ni apenas colaborar en revistas y periódicos. Tuve que acometer trabajos de desusada importancia, porque los menores eran imposibles. Es una de tantas ironías del destino. Una
de las muchachas que había seguido mis cursos, que desde dos años después fue mi mujer, me animó a escribir una Historia de la Filosofía; cuando le hice ver las enormes dificultades de la empresa, me ofreció una considerable pila de cuadernos: eran sus apuntes, admirables, claros, fidedignos apuntes de mis cursos informales. Sobre ellos me puse a trabajar: fueron el primer borrador de este libro. Había que completar muchas cosas; había que repasarlas todas, buscar una expresión escrita y no oral a lo que allí se decía. Había, en suma, que escribir un libro que verdaderamente lo fuera. El desánimo me invadió al cabo de un tiempo; me rehice, volví al trabajo. En diciembre de 1940 escribí la última página. Todavía tuve tiempo, al corregir las pruebas, de incluir la muerte de Bergson, ocurrida en los primeros días de enero de 1941. Debo decir que Ortega, consultado por su hijo sobre la posibilidad de publicar este libro, que representaba en todos los órdenes un riesgo considerable, sin leerlo contestó desde su destierro en Buenos Aires afirmativamente, y la REVISTA DE OCCIDENTE, la editorial de más prestigio en España, publicó el libro de un autor del cual lo mejor que podía esperarse es que no se supiera quién era. Zubiri, que había sido durante cuatro años mi maestro de historia de la filosofía, que me había enseñado innumerables cosas, desde su cátedra —entonces en Barcelona—, escribió un prólogo para él. El 17 de enero dediqué su primer ejemplar a aquella muchacha cuyo nombre era Lolita Franco y que pocos meses después había de llevar el mío.

He contado estos detalles de cómo este libro llegó a escribirse porque creo que son ellos los que explican su excepcional fortuna: sus lectores han recibido de él la impresión que tuvieron mis primeras alumnas: la inteligibilidad de las doctrinas filosóficas, la historia de los esfuerzos del hombre occidental por esclarecer lo más profundo de la realidad; una historia en que hasta el error encuentra su explicación y resulta inteligible y, en esa medica, justificado.
 
Una de las ideas centrales de Ortega, que penetraba las enseñanzas filosóficas en Madrid durante mis años de estudiante, es la razón histórica; inspirado por este principio, este libro tiene en cuenta la situación total de cada uno de los filósofos, ya que las ideas no vienen solo de otras ideas, sino del mundo íntegro en que cada uno tiene que filosofar. Por esto una historia de la filosofía solo puede hacerse filosóficamente, reconstituyendo la serie íntegra de las filosofías del pasado desde una filosofía presente capaz de dar razón de ellas; y no de excluirlas como errores superados, sino de incluirlas como sus propias raíces.
 
Han pasado muchos años desde 1941, y este libro se ha ido ampliando, poniendo al día, pulimentando y haciéndose más riguroso a lo largo de sus sucesivas ediciones; pero es el mismo que nació ante un puñado de muchachas, en una de las experiencias más puras e intensas de lo que es la comunicación filosófica.

Madrid, enero de 1965."

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