"... Por San Simplicio, el niño y la perra sintieron la engañosa llamada de la nieve y salieron al campo. Sus pisadas crujían tenuemente, mas aquellos crujidos detonaban en el solemne silencio de la cuenca con una sorda opacidad. Ante sus ojos se abría un vasto, solitario y mudo planeta mineral y el niño lo recorría transido por la emoción del descubrimiento. Dobló el Cerro Merino y al iniciar el ascenso de la ladera, el Nini atisbó el rastro de una liebre. Sus leves pisadas se definían nítidamente en la nieve intacta y el niño las siguió, la perra en sus talones, el hocico levantado, sin intentar siquiera rastrear. De pronto las huellas desaparecieron y el niño se detuvo y observó en tomo y al divisar el matojo de encina doce metros más allá, sonrió tenuemente. Sabía, por su abuelo Román, que las liebres en la nieve ni se evaporan ni vuelan como dicen algunos cazadores supersticiosos; simplemente, para evitar que las huellas las delaten, dan un gran salto antes de agazaparse en su escondrijo. Por eso intuía que la liebre estaba allí, bajo el carrasco, y al avanzar hacia él con la sonrisa en los labios, gozándose en la sorpresa, brincó la liebre torpemente y el niño corrió tras ella, torpemente también, riendo y cayendo, mientras la perra ladraba a su lado. Al cabo, el niño y la perra se detuvieron, en tanto la liebre se perdía tras una suave ondulación, los amarillos ojos dilatados por el pánico. Jadeante aún, el Nini experimentó una súbita reacción y se puso a orinar y la tierra oscura asomó en un pequeño corro bajo la nieve fundida. Poco más lejos se agachó y erigió en pocos minutos un monigote de nieve, le colocó su tapabocas y azuzó a la perra:
—Fa, mira, el Furtivo, ¡anda con él!
Pero a la perra la asustaba el muñeco y reculaba ladrando, sin cesar de mirarlo esquinadamente y, entonces, el niño formó unas bolas y lo destruyó de cuatro pelotazos. Soltó una carcajada estridente y el cristalino eco que despertó su risa en la nieve le animó a repetir y, luego, a gritar una y otra vez, cada vez más fuerte. Experimentaba, al hacerlo, una grata sensación de plenitud..."
—Fa, mira, el Furtivo, ¡anda con él!
Pero a la perra la asustaba el muñeco y reculaba ladrando, sin cesar de mirarlo esquinadamente y, entonces, el niño formó unas bolas y lo destruyó de cuatro pelotazos. Soltó una carcajada estridente y el cristalino eco que despertó su risa en la nieve le animó a repetir y, luego, a gritar una y otra vez, cada vez más fuerte. Experimentaba, al hacerlo, una grata sensación de plenitud..."
Fragmento de Las ratas (1962), de Miguel Delibes.
"... Alfanhuí abrió la puerta de la casa. La luz de la cocina salió al campo y la cocina sorbió de la noche como una boca que respira, aspirando largo rato, llenando su pulmón. Se la oyó respirar muy hondo, llenarse de frescura. Alfanhuí estaba parado en el dintel. Fuera había nieve.
Al resplandor de la cocina vino una liebre por el campo y se paró de pinote frente a la puerta, cara a Alfanhuí. Alfanhuí sintió un trallazo en sus músculos y echó a correr por la nieve. La liebre iba saltando delante de él, haciendo cabriolas silenciosas sobre la nieve. Hacia una colina sin árboles corrieron. Todo blanco. Las nubes se habían quitado y hacía luna. Alfanhuí corría, respiraba cuanto quería. Abajo se veía la puerta de la cocina como un fogonazo abierto al campo. Alfanhuí se fue hacia un bosquecillo de chopos pelados que entreveraban la luna con sus varitas. Bajaba el bosquecillo por una ladera muy pendiente. Entre los árboles muy juntos, Alfanhuí y la liebre se pusieron a jugar, sorteando los chopos, trenzando sus huellas por el suelo nevado. Luego corrieron más lejos, pasaron el cauce, llegaron al molino, del molino a otra colina, de la colina a otro bosquecillo, circunvalando la casa, allá en lo bajo. Ahora daban cara a la trasera y no se veía la luz; pero la luna alumbraba mucho. Así corrieron y corrieron hasta que Alfanhuí se
sació de respirar y llenó sus pulmones con el aire de la nieve..."
sació de respirar y llenó sus pulmones con el aire de la nieve..."
Fragmento de Industrias y andanzas de Alfanhuí (1951), de Rafael Sánchez Ferlosio.
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