Busco estas palabras en la red, correspondientes a una novela de Camilo José Cela, y compruebo que no aparece nada. Hace no mucho leí que alguien se quejaba de que el escritor de Iria Flavia aparecía hasta en la sopa, pero yo personalmente tengo la impresión de que los escritores españoles del siglo XX están en el olvido. O al menos no observo el reflejo de sus palabras en la red.
...
Había dejado la entrada con tan solo ese párrafo y las palabras del encabezamiento, pero voy a proponer un fragmento de Viaje a La Alcarria:
"UNOS DÍAS ANTES
El viajero está echado, boca arriba, sobre una chaise-longue forrada de cretona. Mira, distraídamente, para el techo y deja volar libre la imaginación, que salta, como una torpe mariposa moribunda, rozando, en leves golpes, las paredes, los muebles, la lámpara encendida. Está cansado y nota un alivio grande dejando caer las piernas, como marionetas, en la primer postura que quieran encontrar.
El viajero es un hombre joven, alto, delgado. Está en mangas de camisa fumando un cigarrillo. Lleva ya varias horas sin hablar, varias horas que no tiene con quién hablar. De cuando en cuando bebe un sorbo —ni pequeño ni grande— de whisky o silba, por lo bajo, alguna cancioncilla.
En la casa todo es silencio; la familia del viajero duerme. En la calle sólo algún taxi errabundo rompe, muy de tarde en tarde, la piadosa intimidad de los serenos.
La habitación está revuelta. Sobre la mesa, cientos de cuartillas en desorden dan fe de muchas horas de trabajo. Extendidos sobre el suelo, clavados con chinchetas a las paredes, diez, doce, catorce mapas con notas y acotaciones en tinta, con fuertes trazos de lápiz rojo, con blancas banderitas sujetas con alfileres.
—Después, nada de esto sirve nunca para nada. ¡Siempre pasa igual!
A caballo de una silla duerme la chaqueta de dura pana. En la alfombra, al lado de un montón de novelas, descansan las remachadas botas de andar. Una cantimplora nueva espera su carga de espeso y saludable vino tinto. Suena en el noble, en el viejo reloj de nogal, la última campanada de una alta hora de la noche.
El viajero se levanta, pasea la habitación, pone derecho un cuadro, empuja un libro, huele unas flores. Ante un mapa de la península se para, ambas manos en los bolsillos del pantalón, las cejas casi imperceptiblemente fruncidas.
El viajero habla despacio, muy despacio, consigo mismo, en voz baja y casi como si quisiera disimular.
—Sí, la Alcarria. Debe ser un buen sitio para andar, un buen país. Luego,
ya veremos; a lo mejor no salgo más; depende.
El viajero enciende otro cigarrillo —a poco más se quema el dedo con el mixto—, se sirve otro whisky.
—La Alcarria de Guadalajara. La de Cuenca, ya no; por Cuenca puede que ande el pinar; o la Mancha, ¡quién sabe!, con sus lentos caminos.
El viajero hace un gesto con la boca.
—Y tampoco importa que me salga un poco, si me salgo. Después de todo, ¿qué más da? Nadie me obliga a nada; nadie me dice: métase por aquí, suba por allí, camine aquel ribazo, esta laderilla, esta otra vaguada
tierna y de buen andar.
El viajero revuelve entre los papeles de la mesa buscando un doble decímetro. Lo encuentra, se acerca de nuevo a la pared y, con el pitillo en la boca y el entrecejo arrugado para que no se le llenen los ojos de humo, pasea la regla sobre el mapa.
—Etapas ni cortas ni largas, es el secreto. Una legua y una hora de descanso, otra legua y otra hora, y así hasta el final. Veinte o veinticinco kilómetros al día ya es una buena marcha; es pasarse las mañanas en el
camino. Después, sobre el terreno, todos estos proyectos son papel mojado y las cosas salen, como pasa siempre, por donde pueden.
Busca unas notas, consulta un cuadernillo, hojea una vieja geografía, extiende sobre la mesa un plano de la región.
—Sí; sin duda alguna, las regiones naturales. Los ríos unen y las montañas separan, es la vieja sabiduría; no hay otra división que valga.
El viajero se distrae un instante y toma, de la estantería, el primer libro que alcanza: la Historia de Galicia, de don Manuel Murguía, encuadernado en rojo cartoné ya desvaído por el tiempo. No lo necesita para nada; en realidad, lo coge sin darse cuenta.
—Es gracioso este libro..., es un libro lleno de paciencia.
El viajero está medio dormido y da un par de cabezadas mientras pasa las hojas. Se despierta de nuevo del todo, cuando lee al pie de una lámina: Cromlech que existe en Pontes de García Rodríguez. Lo devuelve a su sitio y piensa que, realmente, tiene los libros bastante mal ordenados. La Historia de Galicia queda entre una Fisiología e Higiene, del bachillerato, y el The sun also rises, de Hemingway..."
Nótese (en rojo claro), que Cela hace uso de una parecida combinación de palabras que las que he propuesto en la entrada. Cuando se encuentra con el vagabundo y le dice "lo veo terne y de buena color", la fórmula sorprendió a su interlocutor, no solamente por su contenido, que ponía esperanza en su momento de desánimo, sino por su estructura, que Cela, consciente o inconscientemente, usaba por ser lingüísticamente atractiva.
No hay comentarios:
Publicar un comentario