CAPÍTULO III
DE CÓMO EL NIÑO FUE A GUADALAJARA Y SE LLAMÓ ALFANHUÍ Y LAS COSAS Y PERSONAS QUE HABÍA EN LA CASA DE SU MAESTRO
En Guadalajara vivía el maestro disecador. El niño fue a Guadalajara y buscó su casa. Vivía en un pasillo de bóveda sin ventanas, alumbrado por lámparas de aceite que colgaban de las paredes. A todo lo largo del
pasillo había una gran mesa de trabajo y en la mesa un sinfín de usos de hierro, madera y latón. El pasillo tenía dos puertas bajas y terminaba en una sala octogonal, más bien pequeña, que recibía la luz por una
claraboya verde que había en el techo.
El maestro miró al niño de arriba abajo con unos ojos muy serios y dijo:
—¿Tú? Tú tienes ojos amarillos como los alcaravanes; te llamaré Alfanhuí porque éste es el nombre con que los alcaravanes se gritan los unos a los otros. ¿Sabes de colores?
—Sí.
—¿Qué sabes?
El niño contó lo que había hecho con la herrumbre de los lagartos, pero nada dijo de la sangre, porque el gallo le había aconsejado que lo tuviera secreto, puesto que era él el primero que la había conseguido.
—Me parece bien.
Dijo el maestro. El maestro abrió una de las puertas. Apareció una habitación pequeña con una ventanita, al fondo, de cristales de colores, desigualmente cortados y soldados con estaño. Las paredes estaban chapadas hasta media altura, de madera de nogal oscurecida. La cama, alta y estrecha, tenía cuatro bolas doradas en las esquinas. Sobre cada bola, un pájaro; guardaban la cabecera un mirlo y un abejaruco, a derecha e izquierda; los pies, un zarapito real y una avefría. Todo el cuarto tenía muchos pájaros y sobre todo una garza.
—Aquí dormirás.
Dijo el maestro. En la casa vivía también una criada, oscuramente vestida y que no tenía nombre porque era sordomuda. Se movía sobre una tabla de cuatro ruedas de madera y estaba disecada, pero sonreía de vez en cuando.
La casa tenía también un jardincito delante de la fachada y en un costado. Daba a la calle por una valla de madera, baja y pintada de verde.
El maestro contaba historias por la noche. Cuando empezaba a contar, la criada encendía la chimenea. La criada sabía todas las historias y avivaba el fuego cuando la historia crecía. Cuando se hacía monótona, lo dejaba languidecer; en los momentos de emoción, volvía a echar leña en el fuego, hasta que la historia terminaba y lo dejaba apagarse.
Una noche se acabó la leña antes que la historia, y el maestro no
pudo continuar.
—Perdóname, Alfanhuí.
Dijo y se fue a la cama. Nunca contaba historias sino en el fuego y apenas hablaba de día.
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