En otoño era cuando viajábamos siempre. Con los primeros fríos y la luz suave. Aquella noche la pasamos en una pensión sencilla y limpísima. Nos levantamos antes del alba para escuchar la misa en la iglesia del monasterio. La noche heladora había recubierto de hielo el pilón de una fuente. La recuerdo brillando a la luz de la luna. También recuerdo las tinieblas en las que nos movíamos al entrar en la nave.
Los monjes no estimaban el edificio inconcluso de Ventura Rodríguez. Encontraban su neoclasicismo frío en comparación con el románico del claustro. Pero con la luz del día me pareció maravillosa la desnudez de aquellos sillares perfectos de los que no había dos iguales.
Cualquier iglesia de cualquier rincón olvidado de Castilla me producía entonces una fuerte impresión. Sus moles elegantes y austeras se recortaban contra el cielo limpio y pálido del otoño. Al entrar en ellas viajábamos en el tiempo. Todavía no nos habíamos convertido en turistas y nadie mediaba entre nosotros y toda aquella belleza, que sentíamos nuestra. Era como subir al desván de la casa de los abuelos.
Los monjes no estimaban el edificio inconcluso de Ventura Rodríguez. Encontraban su neoclasicismo frío en comparación con el románico del claustro. Pero con la luz del día me pareció maravillosa la desnudez de aquellos sillares perfectos de los que no había dos iguales.
Cualquier iglesia de cualquier rincón olvidado de Castilla me producía entonces una fuerte impresión. Sus moles elegantes y austeras se recortaban contra el cielo limpio y pálido del otoño. Al entrar en ellas viajábamos en el tiempo. Todavía no nos habíamos convertido en turistas y nadie mediaba entre nosotros y toda aquella belleza, que sentíamos nuestra. Era como subir al desván de la casa de los abuelos.
4 comentarios:
Lo de levantarse antes de que salga el Sol para oír misa, que quieres que te diga suena un tanto drástico. Mi devoción no llega a tanto.
Seguro que proporciona una luz y un escenario fuera de lo habitual.
Saludos tras un día deambulando con 30º a la sombra.
Si no recuerdo mal los motivos del madrugón, más que con la devoción, estaban relacionados con aprovechar al máximo las horas de luz de que disponíamos, y con disfrutar de una misa en la que participaban los monjes cantando gregoriano.
Ayer, día de todos los santos, las flores que llevamos se ajaban azotadas por un viento sur de 27º. Pero en cuanto anocheció, llegó el diluvio.
Un abrazo.
He sentido mucha paz leyéndote hoy. Este tipo de textos me causa la impresión de un desgranar lento y sereno de recuerdos, la descripción que nos ofreces también nos mete en otro tiempo, aquel tiempo, ¿verdad, Glo?, que sabíamos tan poco y, precisamente por eso, éramos felices con cualquier cosa, ese brillo de la fuente en la gélida madrugada, la penumbra del monasterio...
Un abrazo otoñal, compañero.
Éramos jóvenes, y nos sentíamos inmortales y todopoderosos como dioses. La historia era un pedestal desde el que oteábamos el futuro.
Un abrazo, Mertxe.
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