Llevo días librando una batalla sin cuartel contra la indiferencia de VODAFONE, que nos mantiene privados de varios de sus servicios sin motivo aparente. La compañía parece haber llegado ya a ese estado (en el que se encuentra instalada TELEFÓNICA desde tiempo inmemorial) en el que sus clientes le traen sin cuidado.
Para mi alivio, y como para compensar, hoy he visitado una carpintería en Llodio. Esa localidad me gusta especialmente. A pesar de su poca altitud y de su estrecha relación con Bilbao, se nota que no nos encontramos ya en Vizcaya. Me resultas difícil explicar bien porqué, pues se trata de una intuición basada en pequeñas observaciones. El edificio en el que se encontraba la carpintería, tan decimonónico (aunque fuera construido a principios del siglo XX y restaurado en su novena década) es una de esas cosas llodianas que yo diría que son más alavesas que vizcaínas. Era de madera y muros de carga. Pasar un rato allí me resultó muy agradable por el aroma del serrín (siempre los olores van primero), y también por la poca energía que dejaban pasar los gruesos muros (luz, calor, ruido...). Creo que todavía seguimos necesitando de una cueva (pero de una de verdad, de piedra) para sentirnos protegidos de la intemperie.
Pero el lugar aquel me llevó por otros derroteros mentales, trayéndome el recuerdo de mis lecturas barojianas ambientadas en el XIX. Quizá fue la disposición del local, que me recordó un gran caserío con desván de techos de madera negra (aunque fuera por la creosota y no por el humo de la lumbre), plagado de muebles y de recuerdos. O quizá fue el "tipo" del propietario, de complexión delgada y fibrosa como la de mi tío, que también fue carpintero. Pudieron ser los "santos" colgados de las paredes, que ocupaban el lugar de los más "carnosos" y más socorridos de "Firestone"... Pero lo más probable es que fuera la suma de todo ello, lo que me transportó a un pasado que no he conocido pero que se adivinaba tan real como lo visible. Y es que el pasado nos llega de dos maneras: una directa, a través de las cosas desgastadas que restan de otros tiempos, y de las crónicas de lo que sucedió entonces... y otra, en mi opinión más interesante , en la que lo antiguo aparece como el resultado final de una secuencia de transformaciones en las que se mantiene "la esencia" original bajo una apariencia distinta. En este último caso está la lengua, y estamos también nosotros mismos, hijos de los hijos de aquellos. Las ruinas de los circos romanos, muertas y silenciosas, son ese pasado que nos llega directamente. Una plaza de toros sería una herencia del segundo tipo: un circo vivo en el que se sacia la sed de sangre de hoy.
2 comentarios:
Te agradezco que hayas mencionado las plazas de toros. Una de las cosas que hace a sus defensores defenderlas (nunca mejor dicho:) a capote y espada es que forman parte de la tradición. O sea, del pasado. Yo no lo veré, claro, pero estoy segura de que llegará el día en que los cosos taurinos y el circo romano sean visitados en igualdad de condiciones, es decir, en ruinas.
Si hay ocasión, ya comentaremos este tema más extensamente.
Un saludo.
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