1.9.10

URBÍNAGA



Ayer, al volver del trabajo, me apeé de nuevo en la estación de Urbínaga, en Sestao. Hacía mucho tiempo que no lo hacía, y comprobé que soy de los pocos que lo sigue haciendo. Bajamos del tren un hombre negro y yo, y a él enseguida le perdí de vista. No se entretuvo en contemplaciones como este trasnochado romántico. La gente tiene miedo de ir por allí, aunque la verdad es que en todos los muchos años que he fatigado ese camino, casi siempre en la misma soledad que hoy, nunca me ha sucedido nada digno de mención. El lugar suele estar mal iluminado (me dio la impresión de ser el único que llamó a la policía municipal para que fueran a reparar la alimentación eléctrica de las farolas) y en él están muy presentes las industrias próximas. Los acontecimientos del trayecto son lo que sucede en las vías y lo que sucede más allá, en la acería y en los astilleros.

El ferrocarril ha sido siempre una fuente de fascinación para mí, desde la primera vez que cogí el tren yo solo, angustiado por no saber si circulaba por la izquierda o por la derecha. Allí, mientras llovían finísimas láminas de acero que terminaban por formar una costra de óxido sobre todo, en la polvareda del coque y el polvo de hierro, comencé a observar el universo de los trenes. Primero fueron el estruendo y la velocidad de los interminables convoyes de contenedores, y el atractivo de las masivas locomotoras eléctricas. Ese característico ruido, ligado al tren, de muchas piezas de acero chocando y rozando unas con otras, chirrriando. Después fui descubriendo en muchos detalles interesantes, el ingenio que han puesto en él los ingenieros: en los raíles, en las traviesas, primero de madera tratada con la aromática creosota y después de mortero armado, en las catenarias...



Más allá de las vías sucedían siempre cosas prodigiosas. Si tengo que proponer una imagen que sirva para que alguien que no ha estado nunca en Sestao se haga una idea de lo que fue (y todavía es, en parte) creo que la más apropiada es "el infierno" de El Bosco. No hubo época, hasta la desaparición de los altos hornos, que toda aquella actividad entorno al mineral de hierro no causara una fuerte impresión en los visitantes. Y quienes vivíamos en sus proximidades (porque no quedaba más remedio), tampoco terminábamos de acostumbrarnos al mal olor, el polvo y sobretodo, el ruido; el incesante y estruendoso ruido que llegaba de todas partes, incluso en lo más profundo de una noche perpetuamente iluminada por aquella luz amarillenta que reflejaban las perennes nubes del Cantábrico. Porque aquella morada de dragones no descansó un solo día hasta su desaparición.

Pues todo aquello se podía ver cuando uno tomaba el tren en Urbínaga. La gente va tan poco... Así que para mí las lilas que florecen, esplendorosas, en el duro balasto; y las manzanas asilvestradas, del tamaño de una ciruela, que ya se pueden comer estos días, sin más que quitarles un poco el polvo y fijarse si tienen inquilino...

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