En ocasiones algunas cosas parecen inabordables: el pensamiento elevado a la categoría de filosofía, la literatura a la de poesía; la música que ha devenido clásica, o edificios como El Escorial. Hechos tremebundos sucedieron o se dispusieron en sus piezas, personajes con alma o con poder gigante los hicieron construir y los habitaron, y enjundiosas consideraciones, sólidas como sus muros de granito, se hicieron sobre todo lo dicho. Toda esa grandeza, y también toda la miseria, reverso de la misma moneda, gravitan sobre uno, cohibiéndole un tanto. Un síntoma de la proximidad al poder.
Hay otros palacios, otros edificios de los que quizá podría decirse lo mismo. Pero creo que la sociedad que creó éste conservaba todavía una cierta ingenuidad que lo salva.
Conocí este edificio a finales de un otoño de hace muchos años, en uno de tantos viajes a Extremadura, Aragón, La Rioja, Navarra... y sobre todo, Castilla. Lugares todos en los que suele hacer más frío que calor. Nos acercábamos siempre a poblaciones pequeñas, a edificios elegantes, austeros, perdidos en paisajes cuyo color avivaba la luz de un sol horizontal en completa decadencia. Tanto más emocionantes cuando más próximos al medievo: casas-torre, iglesias, monasterios, palacios... Algunos mostraban todavía sus tesoros de oro y plata; de castaño y de roble; sus penumbrosos lienzos sumidos en la penumbra. Nos levantábamos muy temprano y veíamos amanecer el algún lugar de un camino de charcos helados. A la vista, el vasto horizonte y unos pocos elementos: un chopo o un ciprés, un pequeño río que cruzaba un puente romano, y una iglesia románica cuyos cimientos eran la roca viva... Pequeños copos llegaban empujados por un frío cortante. Un frío sin el cual el descubrimiento habría sido una experiencia muy distinta. Porque aquello tenía el sabor de una soledad imprescindible para el conocimiento.
La sierra hace comprensible, y aún vivible Madrid, y el monasterio de San Lorenzo del Escorial es el mejor recuerdo de un equilibrio entre el artificio de la ciudad y el paisaje, que se perdió hace no tanto tiempo. El edificio es complejo, culto, con soluciones poco habituales en nuestro pobre universo de referencias televisivas. Se le aborda desde detrás, desde el sur, y sólo después de fatigar su fachada este y la mitad de la norte, se llega a la entrada principal (del príncipe), aunque aún no nos ha recibido a la fachada más importante, que sólo se descubre después de pasar bajo la biblioteca. Allí, encerrada en un patio, se encuentra la fachada de la iglesia. Del profuso laberinto interior, he retenido la austeridad, la domesticidad de la estancia del rey,
y el tránsito de las luminosas galerías abovedadas, con frescos y tapices de brillante colorido,
a la penumbra del coro de la iglesia: una de las experiencias más sobrecogedoras de todos mis viajes. Quizá a la misma altura que sentir el aroma sacralizador del humo elaborado con los elementos de que disponía un hombre primitivo, y a la misma altura que esta música:
Hay otros palacios, otros edificios de los que quizá podría decirse lo mismo. Pero creo que la sociedad que creó éste conservaba todavía una cierta ingenuidad que lo salva.
Conocí este edificio a finales de un otoño de hace muchos años, en uno de tantos viajes a Extremadura, Aragón, La Rioja, Navarra... y sobre todo, Castilla. Lugares todos en los que suele hacer más frío que calor. Nos acercábamos siempre a poblaciones pequeñas, a edificios elegantes, austeros, perdidos en paisajes cuyo color avivaba la luz de un sol horizontal en completa decadencia. Tanto más emocionantes cuando más próximos al medievo: casas-torre, iglesias, monasterios, palacios... Algunos mostraban todavía sus tesoros de oro y plata; de castaño y de roble; sus penumbrosos lienzos sumidos en la penumbra. Nos levantábamos muy temprano y veíamos amanecer el algún lugar de un camino de charcos helados. A la vista, el vasto horizonte y unos pocos elementos: un chopo o un ciprés, un pequeño río que cruzaba un puente romano, y una iglesia románica cuyos cimientos eran la roca viva... Pequeños copos llegaban empujados por un frío cortante. Un frío sin el cual el descubrimiento habría sido una experiencia muy distinta. Porque aquello tenía el sabor de una soledad imprescindible para el conocimiento.
La sierra hace comprensible, y aún vivible Madrid, y el monasterio de San Lorenzo del Escorial es el mejor recuerdo de un equilibrio entre el artificio de la ciudad y el paisaje, que se perdió hace no tanto tiempo. El edificio es complejo, culto, con soluciones poco habituales en nuestro pobre universo de referencias televisivas. Se le aborda desde detrás, desde el sur, y sólo después de fatigar su fachada este y la mitad de la norte, se llega a la entrada principal (del príncipe), aunque aún no nos ha recibido a la fachada más importante, que sólo se descubre después de pasar bajo la biblioteca. Allí, encerrada en un patio, se encuentra la fachada de la iglesia. Del profuso laberinto interior, he retenido la austeridad, la domesticidad de la estancia del rey,
y el tránsito de las luminosas galerías abovedadas, con frescos y tapices de brillante colorido,
a la penumbra del coro de la iglesia: una de las experiencias más sobrecogedoras de todos mis viajes. Quizá a la misma altura que sentir el aroma sacralizador del humo elaborado con los elementos de que disponía un hombre primitivo, y a la misma altura que esta música:
La primera de todas estas bellas fotografías la encontré en este blog; el resto, no lo registré. Bella también la interpretación de "Taedet Animam Meam" del "Officium Defunctorum" de Tomás Luis de Victoria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario