El primer museo en el que me di cuenta de que no estaba disfrutando de la pintura que veía fue el Guggenheim de Bilbao. La luz que la iluminaba era amarillenta y tenía muy poca intensidad, lo que tornaba los vivos colores con los que parecía estar pintada en otros muertos que no transmitían emoción alguna. Era como estar bajo una de esas farolas de vapor de sodio que lo vuelven todo color naranja.
Aquello me indignó, más que por ser una estafa, porque suponía una lacra para la auténtica cultura. Porque los pintores de todas las épocas han hecho siempre largos viajes para aprender de los cuadros de otros, y allí eso resultaba imposible. Uno tenía físicamente presente la obra de arte, pero no podía verla...
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