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Antes consideraba que los incendios formaban parte, junto con la radiación solar, el viento y la sequedad, de los fenómenos independientes de la vida. Pero realmente, si no existieran restos vegetales, difícilmente podría haber algo que ardiera, aparte de las surgencias de lava. Y si consideramos que todo lo que sucede en la vida responde a una finalidad, lo que atañe a sus restos mortales difícilmente será una excepción.
Así, de todas las maneras de perecer que tienen las plantas, la de que ardan no puede ser considerada un mero accidente del que sólo cabe lamentarse y que debe evitarse a toda costa. Porque con anterioridad al comienzo de un incendio, todo está dispuesto en la naturaleza: las pilas de restos vegetales tienen la estructura que le daría un boy scout que quisiera conseguir una buena pira: abajo, la fina paja de la hierba nacida tras el último incendio, y sobre ella y convenientemente distanciadas unas de otras, un entramado de ramas secas, cada vez más gruesas hacia arriba.
Y por tanto, tampoco se puede considerar que un paisaje ardido ha perdido su valor ecológico, pues ha ardido para un fin.
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