22.11.12

ALICIA EN LA CASA DEL CONEJO



–¡Mary Ann! ¡Mary Ann! –decía la voz–. ¡Tráeme inmediatamente  mis guantes! Después, Alicia oyó un ruidito de pasos por la escalera. Comprendió que era el Conejo que subía en su busca y se echó a temblar con tal fuerza que sacudió toda la casa, olvidando que ahora era mil veces mayor que el Conejo Blanco y no había por tanto motivo alguno para tenerle miedo. Ahora, el Conejo había llegado ante la puerta, e intento abrirla, pero, como la puerta se abría hacia adentro y el codo de Alicia estaba fuertemente apoyado contra ella, no consiguió moverla. Alicia oyó que se decía para sí:
–Pues entonces daré la vuelta y entraré por la ventana.
–Eso sí que no pensó Alicia.
–Y, después de esperar hasta que creyó oír al Conejo justo debajo de la ventana, abrió de repente la mano e hizo gesto de atrapar lo que estuviera a su alcance. No encontró nada, pero oyó un gritito entrecortado, algo que caía y un estrépito de cristales rotos, lo que le hizo suponer que el Conejo se había caído sobre un invernadero o algo por el estilo. Después se oyó una voz muy enfadada, que era la del Conejo:
–¡Pat! ¡Pat! ¿Dónde estás? ¿Dónde estás?
Y otra voz, que Alicia no había oído hasta entonces:
–¡Aquí estoy, señor! ¡Cavando en busca de manzanas, con permiso del señor!
–¡Tenías que estar precisamente cavando en busca de manzanas!
–replicó el Conejo muy irritado–. ¡Ven aquí inmediatamente! ¡Y ayúdame a salir de esto!
Hubo más ruido de cristales rotos.
–Y ahora dime, Pat, ¿qué es eso que hay en la ventana?
–Seguro que es un brazo, señor –(y pronunciaba «brasso»).
–¿Un brazo, majadero? ¿Quién ha visto nunca un brazo de este tamaño? ¡Pero si llena toda la ventana!
–Seguro que la llena, señor. ¡Y sin embargo es un brazo!
–Bueno, sea lo que sea, no tiene por qué estar en mi ventana.
¡Ve y quítalo de ahí!
Siguió un largo silencio, y Alicia sólo pudo oír breves cuchicheos de vez en cuando, como «¡Seguro que esto no me gusta nada, señor, lo que se dice nada!» y «¡Haz de una vez lo que te digo, cobarde!». Por último, Alicia volvió a abrir la mano y a moverla en el aire como si quisiera atrapar algo. Esta vez hubo dos grititos entrecortados y más ruido de cristales rotos. «¡Cuántos invernaderos de cristal debe de haber ahí abajo!», pensó Alicia.
«¡Me pregunto qué harán ahora! Si se trata de sacarme por la ventana, ojalá pudieran lograrlo. No tengo ningunas ganas de seguir mucho rato encerrada aquí dentro».
Esperó unos minutos sin oír nada más. Por fin escuchó el rechinar de las ruedas de una carretilla y el sonido de muchas voces que hablaban todas a la vez. Pudo entender algunas palabras: «¿Dónde está la otra escalera?... A mí sólo me dijeron que trajera una; la otra la tendrá Bill.. ¡Bill! ¡Trae la escalera aquí, muchacho!... Aquí, ponla en esta esquina... No, primero átalas la una a la otra... Así no llegarán ni a la mitad... Claro que llegarán, no seas pesado... ¡Ven aquí, Bill, agárrate a esta cuerda!... ¿Aguantará este peso el tejado?... ¡Cuidado con esta teja suelta!... ¡Eh, que se cae! ¡Cuidado con la cabeza!». Aquí se oyó una fuerte caída. «Vaya, ¿quién ha sido?... Creo que ha sido Bill... ¿Quién va a bajar por la chimenea?... ¿Yo? Jamás. ¡Baja tú!... ¡Ni hablar! Tiene que bajar Bill... ¡Ven aquí, Bill! ¡El amo dice que tienes que bajar por la chimenea!».
–¡Vaya! ¡Conque es Bill el que tiene que bajar por la chimenea?
–se dijo Alicia–. ¡Parece que todo se lo cargan a Bill! No me gustaría estar en su pellejo: desde luego esta chimenea es estrecha, pero me parece que podré dar algún puntapié por ella.
Alicia hundió el pie todo lo que pudo dentro de la chimenea, y esperó hasta oír que la bestezuela (no podía saber de qué tipo de animal se trataba) escarbaba y arañaba dentro de la chimenea, justo encima de ella. Entonces, mientras se decía a sí misma: ¡Aquí está Bill!», dio una fuerte patada, y esperó a ver qué pasaba a continuación.
Lo primero que oyó fue un coro de voces que gritaban a una: «¡Ahí va Bill!», y después la voz del Conejo sola: «¡Cogedlo! ¡Eh! ¡Los que estáis junto a la valla!». Siguió un silencio y una nueva avalancha de voces: «Levantadle la cabeza... Denle un trago... Sin que se ahogue... ¿Qué ha pasado, amigo? ¡Cuéntanoslo todo!».
Por fin se oyó una vocecita débil y aguda, que Alicia supuso sería la voz de Bill:
–Bueno, casi no sé nada... No quiero más coñac, gracias, ya me siento mejor... Estoy tan aturdido que no sé qué decir... Lo único que recuerdo es que algo me golpeó rudamente, ¡y salí por los aires como el muñeco de una caja de sorpresas! –¡Desde luego, amigo! ¡Eso ya lo hemos visto! dijeron los otros.
–¡Tenemos que quemar la casa! –dijo la voz del Conejo.
Y Alicia gritó con todas sus fuerzas:
–¡Si lo hacéis, lanzaré a Dina contra vosotros!
Se hizo inmediatamente un silencio de muerte, y Alicia pensó para sí:
–Me pregunto qué van a hacer ahora. Si tuvieran una pizca de sentido común, levantarían el tejado.
Después de uno o dos minutos se pusieron una vez más todos en movimiento, y Alicia oyó que el Conejo decía:
–Con una carretada tendremos bastante para empezar.
–¿Una carretada de qué? –pensó Alicia.
Y no tuvo que esperar mucho para averiguarlo, pues un instante después una granizada de piedrecillas entró disparada por la ventana, y algunas le dieron en plena cara.
–Ahora mismo voy a acabar con esto –se dijo Alicia para sus adentros, y añadió en voz alta–: ¡Será mejor que no lo repitáis!
Estas palabras produjeron otro silencio de muerte. Alicia advirtió, con cierta sorpresa, que las piedrecillas se estaban transformando en pasteles de té, allí en el suelo, y una brillante idea acudió de inmediato a su cabeza.
«Si como uno de estos pasteles», pensó, «seguro que producirá algún cambio en mi estatura. Y, como no existe posibilidad alguna de que me haga todavía mayor, supongo que tendré que hacerme forzosamente más pequeña».
Se comió, pues, uno de los pasteles, y vio con alegría que empezaba a disminuir inmediatamente de tamaño. En cuanto fue lo bastante pequeña para pasar por la puerta, corrió fuera de la casa, y se encontró con un grupo bastante numeroso de animalillos y pájaros que la esperaban. Una lagartija, Bill, estaba en el centro, sostenido por dos conejillos de Indias, que le daban a beber algo de una botella. En el momento en que apareció Alicia, todos se abalanzaron sobre ella, pero Alicia echó a correr con todas sus fuerzas, y pronto se encontró a salvo en un espeso bosque.

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