La avenida Singrú, el puente con dos ensenadas y dos
cimas,
que nos ponía a prueba y nosotros a ella, omitiendo
los carteles de atención
hasta descubrir la amargura y el amor que llenaba el mar
sereno y azul,
tachonado de islas, ornado de vapores y veleros;
la avenida Singrú ancha y discreta esconde y retiene
para mostrar luego de pronto
el cuerpo desnudo de una sirena con su melena suelta
hasta el horizonte,
con su cuerpo rosado medio sumergido en el vinoso mar,
con el busto
volcado y roja en la orilla cuando empezaba a ponerse
el sol;
el paseo de serenos turbintos, pero paseo que nos enseñó
la gimnasia
para abandonar en ocasiones a los amigos, el amor y la
música
para partir sin saber dónde nos surgirá la orilla-
Tuve un sueño, Fabricio, sumergido en mar índigo que
asfixiaba el letargo.
No era Mussolini quien hacía la guerra al Ras, sino
nosotros,
éramos nosotros, los cristianos; los etíopes nos pisaban
los talones,
echaban barcos al mar, mandaban mensajeros y decían:
"Vosotros sois los que os portáis mal y decís estupideces,
los que siempre comenzáis algo y no lo termináis,
hemos decidido -ya habéis visto lo que es bueno- daros un
rey que os meta en cintura".
Y nosotros -que habíamos visto lo que era bueno- para
ser consecuentes exclamamos en seguida: "¡Viva el rey!",
hicimos un referéndum para demostrar que somos un pueblo
libre.
Y llegó el rey a Azufaifos con plumas y barba negra, muy
moreno, Ras Pupunabi.
En su hombro se posaba un mico de trasero colorado,
sujeto con una cadena de oro a un ojal
de su levita y en su mano izquierda sostenía un papagayo;
iba descalzo y nosotros también descalzos gritamos: "¡Salve
y gloria a nuestro soberano!"
Después, el rey, el papagayo y el mico enfilaron triunfalmente
la avenida;
tambores y fanfarrias, cascos de caballerías y gritos,
parecía una tormenta de chatarra
que barría la avenida Singrú y atravesaba arcos variopintos:
una nube de gallardetes en el cielo, auténtica plaga de
chicharras teñida de mil colores.
Subió el cortejo por la avenida y se detuvo ante una inmensa
columna.
Allí pendía el escudo real tallado en noble madera
por tres reputados artistas que por tres meses estudiaron
las salas de arte negro del Museo Británico,
sobre el escudo campeaba en letras de oro el lema de la
dinastía: "A perpetuidad".
Saltó el rey al verlo y dejó al mono, al papagayo y sus
harapos,
dijo que tocaran los panderos para bailar y comprender
así nosotros su contento.
No fue una danza, fue un torbellino, un estruendo el vocerío
y el ritmo, tramontana
enfurecida en la columna vertebral de la avenida Singrú,
la azotaba y partía,
se estremecía la desdichada en medio de la pesadilla, rugía
y calculaba cuándo se abriría la tierra...
Ese es el suelo, Fabricio. No sé cuándo despertará
nuestro paseo.
25-XI-1935.
Yorgos Seferis/ Pedro Bádenas de la Peña
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